Pablo Bernasconi: Retratos.

Escribí este texto ensayístico y biográfico sobre el artista Pablo Bernasconi para su libro Retratos, publicado por Catapulta en 2021.

Los retratos de Pablo Bernasconi son una mezcla de arte y poesía, una invitación a soñar, pensar o emocionarse hecha con dibujos, objetos, pinceladas y palabras que el artista siembra en sus trabajos. Mensajes cifrados: las claves se traducen a partir de lo que se conoce de sus personajes, de lo que se cree recordar o de lo que se quisiera investigar de ellos. Son ventanas a mundos diferentes que el artista entreabre para quien quiera sumergirse. 

Artista plástico, poeta, amante de la ciencia tanto como de la filosofía, la obra de Pablo Bernasconi se nutre de muchas vertientes y tiene tantas capas como una cebolla: destrezas visuales, citas literarias, coyunturas morfológicas, hallazgos físicos, rasgos poéticos y texturas cromáticas. Una espesura de sentidos apilados para dar carnadura a sus retratados. 

Algunos aparecen en su faceta más conocida, pero Bernasconi nunca lo deja ahí. Desliza pistas de manías y pasiones casi secretas: prendas que suelta para quien quiera o pueda encontrarlas. Construcciones de sentido que se vinculan unas con otras y generan interpretaciones que su autor dejó previstas para que sucedan. Nada es fortuito en los mapas mentales con los que las elabora. En su arquitectura hay un camino para descifrarlas. 

Al contrario de los artistas que cultivan la libre interpretación de su obra (esa manía por las impresiones arbitrarias que puedan suscitar sus obras), Bernasconi quiere que su idea se entienda. «No juego al capricho», dice. Busca ser fiel al personaje y desde los juegos semánticos, desde un costado tangencial, generar en el otro el goce del descubrimiento. Propicia la búsqueda detectivesca, con aprecio a la inteligencia del otro. Hay un diálogo entre el autor y el lector en cada pieza. Un minué de inteligencias.

Lo que construye son identikits simbólicos de personajes que se han destacado por algún motivo: políticos, deportistas, músicos, poetas, líderes… Seres notables o inspiradores, acompañados por una frase que merezca recordarse. Cada pieza elegida para formar ese rostro es significativa: está cargada de información. Pero también hace su aporte al conjunto, que siempre tiene armonía y una cierta belleza (a veces oscura y densa, otras veces luminosa o secreta). 

Las noventa obras elegidas para integrar este volumen son apenas la mitad de las que ha producido en los últimos veinte años para medios como The New York TimesThe Wall Street JournalDaily TelegraphThe TimesEl PaísRolling Stone y Playboy, y para publicaciones de diversos países, como España, Brasil, Estados Unidos, Noruega, Inglaterra, Alemania, Australia y Japón. Los últimos diez años, con la urgencia de la columna semanal en un diario de tirada nacional, La Nación, de la Argentina. Graduado en Diseño Gráfico, su formación se completó en redacciones periodísticas, donde empezó a generar la alquimia de sus imágenes. Del diario, sus piezas han pasado a las salas de exposiciones y museos: son arte.  

La belleza

Vive y trabaja en las montañas de la Patagonia argentina, a orillas de una laguna caprichosa llamada Fantasma, que desaparece en algunas estaciones. Su guarida es una cabaña que levantó con sus propias manos. Va de sus bibliotecas abarrotadas a su escritorio con computadora de última generación, para recalar siempre en su taller, guarida de chatarrero de ocasión, depósito de cosas en desuso que en cualquier momento pueden volver a cobrar vida de formas extraordinarias: una bombita eléctrica se convierte en globo aerostático para un minúsculo hombrecito, una escoba vuelve a brillar como melena para David Bowie y un mejillón sale del olvido como nariz de Caetano Veloso. 

«Me gusta vivir en el silencio y en contacto con la naturaleza en todas sus formas», cuenta. Medir fuerzas con la montaña o con el viento a bordo de su velero o de un planeador: «Me gusta lo que pueda pasar con algo invisible, que te impulsa». 

Muchas de las razones profundas de su forma de ver y contar el mundo están en el paisaje y en su infancia. Nació en la ciudad de Buenos Aires, pero desde sus seis años vive en el sur, en Bariloche. Creció escalando montañas y buceando en lagos helados, pero también andaba en bicicleta alrededor de reactores nucleares y satélites. Sus padres eran científicos. Su madre le inculcó además la pasión por la lectura y su padre, el placer de volar. Piloteó aeroplanos sin motor sobre picos nevados y agua cristalina. Este niño –que no pudo soñar mejor Saint-Exupéry​– claro que iba a convertirse en un hombre capaz de escribir tanto cuentos infantiles como libros de poemas a los misterios del cosmos.

Bernasconi coincide con aquel chico que fue en que busca estar más cerca de la belleza que de la verdad. Su camino es el de explicar las cosas y las personas desde la retórica, esa capacidad para apreciar la sutileza que comparten los niños y los artistas.

«Los artistas son intérpretes de la sutileza», dice Bernasconi. Son los encargados de interpretar lo que es intangible, invisible y por eso, también, esencial. «Los artistas modelan ese barro para digerir y devolver de forma retórica la realidad. Lo bueno de la poesía ―visual o escrita― es que es incapaz de mentir”, sostiene. 

La inspiración es para él «una música muy lejana a la que le debe prestar mucha atención para que no se pierda en el bochinche». Otras veces es un bosque muy tupido al que debe entrar de puntillas, sigiloso, “para que ese animal tímido, miedoso y frágil que es la poesía” se le acerque. Un estado de contemplación, en el que “las verdades se hunden en el fango y lo único que queda brillando es la belleza”.

Genealogía 

Bernasconi es un artista de nuestro tiempo. Cuando la banalización del género, su instantaneidad y la manía colectiva llegan a su pico en estos días de selfies constantes, Bernasconi vuelve a la fuente: la retratística clásica. Aborda este ejercicio milenario de recrear la cara y el alma de un personaje desde la complejidad de citas de la era contemporánea, pero nutrido de la lírica de los maestros del óleo y el temple: buscando la belleza, la emoción, el pensamiento. Su camino es llegar al todo por la parte. Es decir, la poesía.

Una huella de su estilo está prefigurada en los artistas que él admira. Tiene algo de cada uno de ellos. La melancolía de la mirada de los retratos de Lucian Freud y cierta angulosidad y la paleta oxidada de Egon Schiele, conjugado con la libertad creativa de Magritte. De los escultores, abreva en Giacometti. Pero también se nutre de los fotocollages del dadaísta alemán John Heartfield y de los afiches del artista gráfico Roman Cieślewicz. De sus pares retratistas de la prensa gráfica, elige al caricaturista de la revista Rolling Stone Philip Burke, al dibujante argentino Hermenegildo Sábat y a los ilustradores Joe Ciardiello, Mark Ulriksen y David Cowles.

Con Arcimboldo comparte la urgencia de la concatenación de símbolos. El pintor manierista italiano tenía que pensar qué frutas, verduras, plantas, animales u objetos necesitaba para construir una cara y una expresión, de qué tamaño y color las precisaba, y solo tenía que pintarlas a su antojo. Bernasconi también construye rostros con ladrillos extraños, pero suma una complejidad: debe encontrar los objetos en la realidad para configurar su imagen.

Lo mismo hace el artista brasileño Vik Muniz, que crea sus obras colectivamente con lo que encuentra en basurales. El resultado son enormes murales que configura en el piso sobre la proyección de retratos fotográficos de los recicladores urbanos que lo secundan en esta tarea y, al igual que Bernasconi, lo que llega al espectador no es la obra material sino su fotografía. En el caso de Muniz, la relación entre forma y contenido, entre sujeto y los elementos que lo constituyen, es íntima, directa, literal: los recicladores viven gracias a la basura que clasifican.

Pero lo de Bernasconi no es un rompecabezas. Cada parte que compone la obra debe contener información, pero de manera mucho menos lineal. En eso se hermana con los artistas argentinos que integran Mondongo, quienes han hecho retratos con chacinados, espejos de colores, chicles, cadenitas de oro, balas, panes: el material que eligen para realizarlos habla de cada personaje. Un material por retrato, una sola metáfora. En la obra de Bernasconi cada elemento aporta un significado profundo, poético, risueño o crítico.

En esa capacidad para llevar la lírica a las imágenes, además, se asocia con el fotógrafo español Chema Madoz, que también compone con objetos, pero rara vez se aboca a la retratística. Sus composiciones objetuales tienen una poética propia. Y otra coincidencia: Madoz no muestra su obra en versión escultórica, sino sus fotografías, tomas directas clásicas, en blanco y negro.

Modus operandi: las ideas

En la producción de Bernasconi está siempre su sensibilidad exquisita, y eso se aprecia cuando se puede ver su obra en conjunto, como en este libro. Está su manera, su método, pero también una particular delicadeza para detectar los rasgos esenciales de un personaje y dejarlos traslucir de forma elegante, detrás de un juego de guiños y pistas. Se puede leer todo un ensayo sobre lo que el artista piensa de ese personaje en cada imagen. ¿Cuál es su síntesis, aquello por lo que es reconocible? ¿Y cuál es su secreto? 

 A veces es tan poderoso el conjunto, es tan armónica y pregnante la imagen total, que cuesta desandar el camino de sus partes para encontrar los mensajes. Hay casos donde una sola llave es suficiente para contar toda una vida. Por ejemplo, Ella Fitzgerald está formada por un piano y un vestido. Nada más. Ese único hallazgo. Otros son una acumulación de objetos, una sucesión de descubrimientos. Hay que volver varias veces. Siempre aparece algo nuevo. A los chicos les resulta más fácil ver lo sorprendente.

Tiene un método, que cumple desordenadamente. El resultado es un collage a la vez analógico y digital: pasa de la materia y la pintura al retoque y ensamblado virtual, para volver al gesto de la mano y el pincel. 

Primero piensa qué va a decir de una persona, qué quiere contar. «No soy un buscador compulsivo de fórmulas originales, aunque lo intente. Tampoco me interesa buscar la transgresión como eje de cada trabajo. Entiendo que las formas de contar son innumerables y uno puede volver a narrar una historia de formas originales y nuevas, que provoquen un registro y una óptica fresca», explica. 

Después se pone en investigador: cómo era, dónde vivía, qué le gustaba, cómo se vestía, cómo era su familia, si le gustaban los gatos… Datos de color que hacen al ser humano detrás del monumento. «Trato de alcanzar un equilibrio, y que los detalles esos no vuelvan a la imagen hermética. Si pongo algo muy desconocido, despisto: le quito la posibilidad al lector de que entienda qué quise decir. Ni críptico ni tan sofisticado como para que nadie entienda nada. Ese es el riesgo cuando me paso de investigación o cuando soy muy fanático de un personaje». 

Con ese caudal, elige un foco, un punto de vista: desde qué enfoque mirarlo. Del complejo universo que es cada ser humano, trazará entonces un perfil. Uno de los tantos posibles. 

A partir de ahí, pasa a la hoja y lo dibuja. «Nada de eso es lo que va a quedar. En mis obras no hay líneas. No hay perímetros. Solo hay objetos», explica. Sus bocetos son carpetas secretas y cuadernos donde va acercándose a los personajes con anotaciones de palabras claves, metáforas y dibujos. «Collages desmembrados que empiezo a unir como un juego», dice. A las palabras les va asociando objetos. Salen tangentes. «Es el mismo recurso que usa la poesía escrita. Solo que a cada palabra que elijo la relaciono con un objeto. Son mapas de acceso». 

Entonces, en una página de su cuaderno aparecen diez retratos de Cortázar con ojos más o menos de vaca, perfiles cubistas, pruebas de firuletes, una rayuela y en un recuadro deja constancia de una «tragedia»: se rompió el lápiz. En otra página caben setenta y tres perros en distintas posiciones y con variedad de gestos. Hay pruebas de color, cuentas, planos, dibujitos de manos de niños, pequeñas poesías, dilemas como «objetividad lógica vs. objetividad arbitraria», una página de animales marinos, mapas o instrumentos musicales.  

A veces no llega a destino. «Me puedo quedar en un punto muerto y entonces tengo que abandonar esa obra. Hay fracasos y tienen que ver con el tiempo. Yo sé cuánto me puede llevar un retrato materialmente, pero nunca sé lo que me tomará el desarrollo conceptual. Si tengo que entregar un retrato al diario, a veces, me bajo de una idea y sigo con otra. Lo sigo sin urgencias, solo para mí».

En esas páginas, de uno de los medios más tradicionales y centenarios de la Argentina, Bernasconi encara duelos de ideas. A veces los columnistas de la misma página coinciden en el tema elegido, pero dicen lo opuesto. El arte tiene la libertad de decir ciertas cosas. «La imagen es tanto más entrometida en la cabeza que es poco probable que no la veas. Llegás así a gente que de otra forma nunca llegarías. Ejercitando la sutileza, tratando de no ser lacerante ni hiriente –muchas veces lo soy–, entro».

Técnicas mixtas

Después, pasa a la búsqueda material de los objetos posibles. Muchos están en su taller. Otros están en fotografías que va tomando cada vez que algo le parece que puede entrar en su paleta: «Veo un fierrito que sale de una obra en construcción y me lo guardo en una foto en la computadora. Tengo un banco de imágenes propio. Miles, ordenadas en carpetas de cosas relacionadas con la naturaleza, la alimentación, el óxido… Me gusta ver el paso del tiempo en los objetos. Los objetos nuevos, sin uso, en la página no tienen alma». 

Conoce los mercados de viejo de varias ciudades de su país, donde fotografía manguitos de juguetes, el asa de una taza antigua, firuletes, sillas con marcas de uso. Señalamiento, ready-madeobjet trouvé (objeto encontrado). Las fotos se retocan, se camuflan, cambian de escala… Aquí Bernasconi migra a retocador digital, diseñador gráfico, artista digital. Pero no se ciñe a las posibilidades de Photoshop. Puede imprimir la foto y retocarla a pinceladas con acrílico, le da textura y volumen: es su faceta de pintor. 

El montaje final siempre es digital: ensambla las partes en las escalas requeridas. Pero hay retratos que son la fotografía de un objeto en el que trabajó plásticamente, como una escultura. Es muy difícil encasillar a Bernasconi en una disciplina, porque en realidad recurre a casi todas.

Presentación en El Ateneo, con Daniela Azulay

La suma de las partes

Los objetos son perecederos. No los conserva. No les da entidad de escultura o pintura. Pero para sus exposiciones, imprime los retratos a medio hacer de la computadora sobre lienzo y los completa pintando en acrílico o con pasteles, barnizando y haciendo collages, todo a la vez. Terminan siendo obras únicas, de una inclasificable técnica mixta, que ha presentado en lugares como Nueva York, Roma y Londres, y en veinticinco museos de su país, y  que le han valido premios como el Zena Sutherland (University of Chicago, 2006) por su libro infantil El diario del Capitán Arsenio; el Children’s Book of the Week (The Sunday Times, 2007) por El brujo, el horrible y el libro rojo de los hechizos y diez premios a la excelencia en la Society of Newspaper Design (SND).

Mahatma Gandhi, por ejemplo, está formado por un sari y una taza de té de la India. «También podría haber usado una taza inglesa, pero debería estar rota. El sentido crece exponencialmente». Otro caso sintético es el de Neil Armstrong, con un mensaje muy claro. La figura está hecha de papel de diario y tiene una antena de radio y una rueda para cambiar de canal en un viejo televisor. 

Más complejo es el retrato de Mozart, que incluye el arpa interior de un piano en llamas, un violín que termina en una cresta de colores, una nariz de clave de sol, un jabot de encaje… «Es un músico punk en su época, un desbordado», explica. Mandela está explicado en cinco símbolos: tiene cara de tierra árida, boca de curita, cachetes de grillete abierto, pelo de mapa y ropa de manos negras y blancas. Ensamblado por Bernasconi, es más que la suma de esas partes.

Bob Dylan tiene cara de suela de zapato y un universo de significantes: «Es un trovador, un caminante que no se detiene. Y esa suela, además, se parece mucho a su cara». Aparecen en la imagen sus atributos: púas y cuerdas de guitarras y una armónica. El cuerpo es de lija, áspero como su voz aguardentosa y cascada. «Tampoco es un poeta romántico o meloso», dice. Hay escondido también un mapa de Minnesota, su origen, y se advierten florcitas country, folk. El pelo es de cuero visto del revés: un interior a la intemperie.

Autor de sutilezas

Tiene publicados más de treinta libros, entre los que recorren su producción artística los cuentos infantiles y los poemarios visuales y escritos. Uno de los últimos es Infinito, en el que ensaya definiciones de la eternidad en haikus ilustrados. El infinito es «el ojo de un artista justo antes de empezar a dibujar». «El infinito es un ángel soñando», escribe. Para hacerlo, estudió durante un año matemáticas, astrofísica y física cuántica. Y así, anota «la idea que no quiere, no se deja, se rehúsa a ser en una palabra». Bernasconi la libera, abre la puerta de su jaula y la convierte en imagen.

En muchos de los personajes de su literatura infantil aparece el Pablo creador de objetos ensamblados, como en El Zoo de Joaquín, en el que un chico inventor crea su propia fauna de hojalata, o en El diario del Capitán Arsenio, que construye máquinas para volar con chatarra. Es fácil rastrear acá a ese chico que se asombraba con su papá ingeniero nuclear y constructor de satélites, o con su mamá científica e investigadora química que daba clases y trabajaba en la Comisión Nacional de Energía Atómica: «Ella me decía ‘voy a hacer que esto se encuentre con esto para que suceda esto otro’. Yo hago lo mismo, aunque a veces el resultado es una sorpresa. Eso me pasa con el collage».   

A los 16 ya era piloto. También escalador, buzo y ciclista. Siempre fue, desde muy chico, un lector apasionado, y mantiene una manía: empieza a leer los libros por el último párrafo (Finales es el libro en el que ilustra los sesenta que más le gustan). «Me da placer la transformación de algo escrito en imágenes», dice. En su infancia, lo hacía dibujando por escenas en historietas. Ahora condensa los significados en una sola imagen y un crisol de metáforas. Pablo sigue escuchando al niño que fue, y le cree más a la belleza que a la verdad. Y desde ahí asume su misión: devolverle la sutileza al mundo.

En la librería El Ateneo, con Daniela Azulay y Pablo Bernasconi


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