Mis largas temporadas en la Costa disparan todas mis fantasías marinas: los marineros, los pescadores, los botes que traen pesca fresca a la playa cada mañana, los restos de naufragios y los grandes buques fondeados para siempre: todo lo relacionado con el mar me atrae, me fascina. Muelles y faros. Caracoles. Gaviotas. Y libros de altamar, como éste que tengo entre manos protagonizado por una terrible ballena blanca, o como El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, que leí otro verano. El calor me pide terapia de mar y me predispone a la lectura de clásicos.
El día en que llegué a San Bernardo comencé la lectura colectiva de Moby Dick, un capítulo por día, junto con un montón de personas que no conozco con las que comentamos cómo avanza la historia, compartimos imágenes, mapas y esquemas, construimos glosarios e intercambiamos subrayados. Es mi primera experiencia en la lectura en grupo, a lo que tenía desconfianza: no me gusta leer a un ritmo pautado.
Con los días aprendí que el Everest no se sube en solitario: hay libros que conviene escalarlos en excursiones como esta iniciativa de Diego Cano que se socializa en Twitter (@DC_1867) bajo la forma de un numeral, #MobyDick2022. En paralelo devoro otros libros. Pero me reservo un momento de la tarde para esta aventura de hojas amarillas y ajadas del ejemplar que compré no por razones estéticas (aunque también, porque me gustan los libros añosos), sino porque no creo que haya mejor traducción que la de Enrique Pezzoni, dos tomos impresos en 1970 para el Fondo Nacional de las Artes. Por ejemplo, traduce del inglés Pezzoni una frase que me guardo del capítulo once: “Cuando nos jactamos de estar muy cómodos y de haberlo estado durante largo tiempo, ya no podemos afirmar que seguimos estando cómodos”. Un amigo me lee desahuciado su versión: “Si nos lisonjeamos de que estamos a gusto por entero…”. Traduttore, traditore.
Al leer con otros, también compartimos ansiedades: esperamos trece capítulos para que Ismael, el narrador, se hiciera al mar y veintiocho para conocer al capitán Ahab. A veces los subrayados vienen a explicarme cosas que vivo. Todas las mañanas vamos con mi perra a la playa solas, caminamos, nos metemos en el mar, nos secamos al sol. Me siento igual que el arponero Queequeg, cuando leo: “… parecía enteramente a sus anchas, dueño de la más perfecta serenidad, contento con su propia compañía, siempre igual a sí mismo”. Coincido con Melville en una de las primeras frases del libro: “…pensé darme al mar y ver la parte líquida del mundo. Es mi manera de disipar la melancolía y regular la circulación”. El baño diario en aguas saladas lava en mí el cansancio de un año, repara mis averías y escampa toda tormenta. Hay mañanas en que despierto convencida de que soy un marinero de altamar, y que es toda una confusión, un malentendido, que yo no sepa nadar ni timonear un barco.
Hay algo en la lucha entre hombres y monstruos marinos que me subyuga. Cuando era chica mi papá se pasó una temporada entera intentando pescar (o cazar) un tiburón con unos vecinos oriundos de Dolores. Se iban de la mañana a la noche a una playa alejada -en mi imaginación infantil sería un combate cuerpo a cuerpo-. El día en que mi mamá, que pasaba el día sola en la playa con tres niñas, lo esperaba con un ultimátum, volvió con la noticia de que lo había logrado. Desde entonces, cada vez que por algún motivo se abría el sótano, con mis hermanos -llegamos a ser seis- corríamos a espirar la mandíbula de dientes afilados que ahí, en las profundidades de la casa, mi papá guardaba.
Fantaseo también con el capitán, que en mi cabeza no es como el recio Gregory Peck de la película de 1965, sino que se parece al pescador que en mis caminatas al amanecer veo salir del mar en una lancha herrumbrosa cargada de peces. El viejo Jeep con que la saca de la playa es un rejunte de chapas oxidadas que aún funciona a resoplidos, con el motor al aire. Él es alto, barba y pelos blancos, la piel curtida de sol y sal. “Todo su cuerpo, alto y grande, parecía hecho de sólido bronce, fundido en un molde impecable”, describe Melville a su Ahab. Su ropa son harapos, pero igual que sus vehículos, mi capitán desconocido permanece incólume: todo en él emana fortaleza.
Me sumerjo en el libro mientras me mezo en una hamaca paraguaya como en la panza de un barco o una ballena, o sentada en la orilla, arrullada por las olas. Lo cierro y entro al mar. Con el agua por los muslos, piso algo patinoso, grande, aterrador como todo lo que tocamos y no podemos ver en el agua oscura y fría de estas latitudes. Salgo corriendo y me vuelvo a meter unos metros más allá: otra vez piso la cosa resbaladiza. Es mi primer encuentro cercano con el fantasma de Moby Dick. No creo que sea el último.
Publicado en La Nación, 8 de febrero de 2022. Link: https://www.lanacion.com.ar/cultura/moby-dick-y-otras-fantasias-marinas-nid08022022/
Categorías:Manuscritos
Hermoso texto Pau ❤❤
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Qué hermosura, María Paula,este año no fui al mar y tu texto me da una añoranza con olor a sal ! Gracias!! Graciela
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