Irina Rosenfeldt: «Pretendo lograr una espacialidad, una profundidad que contenga las formas en el aparente caos»

Irina Rosenfeldt revuelve su té, se aleja unos pasos, mira la pintura que tiene en marcha y arremete con su pincel. Está en el taller, pero viste un traje de oso, abrigada hasta los dientes, porque el galpón es enorme y compartido, y no abunda en calefacción. Su espacio es una gran pared despejada con un intrincado sistema de rieles y poleas que le permite trabajar en más de una obra de gran tamaño, y avanzar en una mientras se seca la otra. En su suina creativa todo corre en exceso: exceso de color, de psicodelia, de tamaño.

Es un taller compartido: en frente tiene a otro pintor, Hernán Salamanco, y por ahí también están los rincones de Juan Sorrentino, Fabián Nonino y Hernán Torres, Celina Baldassarre, Rocío Peril, Valentina Ansaldi, Joaquin Burgariotti, Vicky Lamas, Florencia Rothschild y Sergio Bosco, entre otros. Como casi todos los galpones devenidos en taller colectivo en este barrio cada vez más arty que es ahora La Paternal, tomó el nombre de su calle, Yerua. Cerca están La Bolivia Díaz (donde trabajan Ana Wiullimburgh, Leo Ocello, Estrella Esteves, Gala Berger, Nicolas Robbio y Juan Giribalti) y Maturín (Donjo León, Valeria Vilar, Ramiro Oller, Joanquin Boz, Fer Sucari, Mariano Giraud, Federico Lanzi, Federico Villarino y Adrian Unger). Antes de llegar a Yerua, Rosenfeldt era parte de la comunidad Panal, un edificio en el Abasto donde trabajan decenas de artistas. Ahora cuenta con menos compañeros, pero mucho más espacio para desplegar sus telas, siempre de gran tamaño. “Te lima la cabeza estar mucho tiempo solo. Está bueno estar entre pares”, dice.

Está feliz con su última exposición: la gran pintura monumental La noche de Minerva, una espiral de colores, instalación pictórica de carácter inmersivo, que ocupó durante junio pasado una sala en el Museo Provincial de Bellas Artes Emilio Caraffa de Córdoba. Tiene 28 metros de largo por dos de altura. El área exterior de la circunferencia está en penumbras, mientras que el interior está iluminado. Desde afuera la obra se ve como una estructura completamente blanca al ras del suelo. Adentro, explota la paleta viva de Rosenfeldt. “La palabra aventura es absolutamente pertinente aquí porque es muy probable que el visitante no se haya enfrentado jamás a una ambientación de estas características, que lo arranca de la contingencia de la vida cotidiana y lo sumerge –de manera literal– en la potencia de los efectos pictóricos”, señala el crítico Rodrigo Alonso.

 

¿Cuándo comenzó tu interés en el arte?

En mi casa de soltera pinté un mural en la pared y me fui extendiendo por toda la casa, literal: sólo por la sensación de la pintura del pincel sobre la pared. Algo de ese momento estaba muy bien, más allá del resultado. Entonces, con un amigo quedamos en ir a un taller de pintura, el de Tomás Fracchia. Llegado el día yo fui y él no. Ahí comencé y nunca más dejé la pintura. Partí del dibujo de la figura humana que se fue deconstruyendo hasta lograr un entramado de formas simples en su individualidad, pero que en su conjunto arman una estructura compleja, que trabajo a partir de la insistencia en la organización de elementos.

 

¿Siempre fue la pintura?

No. Antes fue la danza y a eso le debo el trabajo en formato grande, por el desplazamiento. Los elementos de las pinturas participan en un enjambre de formas dinámicas, un agite. Trabajo con bastante vorágine. Camino mucho, mido distancias, estoy metida dentro de la pintura. La dinámica se estructura como una gestualidad que es reflexiva. Estoy ahí adentro: cada elemento equilibra o desequilibra al resto y participo en ese juego hasta que llego a un lugar, a una sensación, y así cierra la jornada de trabajo del día. Como lo voy trabajando en capas necesito muchísimas sesiones para que la pintura funcione. Pretendo lograr una espacialidad, una profundidad que contenga las formas en el aparente caos.

¿Cómo fueron cambiando tus obras?

Empecé pintando retratos con fondos plenos, todo muy dramático. Luego puse cuerpo a esas enormes cabezas. Después incluí fondos más trabajados y perspectivas. Luego vinieron las flores, lo de adentro de las flores, el foco en formas orgánicas simples, como un flujo de elementos en transición que se aglomeran por afinidad de forma y color. Armo este entramado, estas estructuras enormes conformadas por un ensamble de micro formas. Planteo falsas perspectivas, un no-horizonte genera esa espacialidad. Como en el microscopio, un flujo de formas en una dinámica con lógica propia. Hay universos microscópicos no por lo pequeño, sino por lo invisible al ojo, magnificados. Hoy pienso que tal vez son espacios más psíquicos que físicos, pre-imágenes. El pensamiento antes de ser imaginado pero después de la sinapsis, lo intersticial del mundo neuronal. Roberto Matta hablaba de inscapes para describir una serie de pinturas entre abstractas y surrealistas, como un paisaje que refleja la visión psicoanalítica de la mente, un espacio tridimensional. Mi inscape, a diferencia de Matta, no se arma desde la figuración, tampoco desde la abstracción. Es un trabajo de micro-espacialidad con la paradoja del formato que no escapa a la representación. Las pinturas remiten cada vez más a una topología mental, como se ve claramente en las obras en blanco y negro, que podrían ser retratos psíquicos.

 

¿Qué maestros te marcaron?

Tuve muchos maestros y cada uno me entregó algo. Sergio Bazán es alguien que sostiene a la persona y empuja la obra. Cuando llegás a su taller es porque decidiste que vas a seguir pintando para siempre, no importa si estás profesionalizado o no. Él es un gran arengador. No importa tanto el resultado sino que te sostiene en el aprendizaje, que tiene muchos momentos de frustración. Vos ni te das cuenta de que tu obra avanza y crece. Es un maestro. Tiene un ancho de banda del que no sé si es consciente. Te dice una o dos cositas mínimas, pero son el portal para que tu obra salte de escala. Te agita la cabeza. De todos, modos creo que los grandes giros de la obra sucedieron cuando incorporé información de otros órdenes más personales y biográficos. Miré a Beatriz Milhazes en su conexión con el color y a Matthew Ritchie el trabajo de imaginería arquitectónica.

¿Qué aportaron a tu obra tus estudios de psicología y marketing?

La psicología me llevó a conocer al sujeto neurofisiológico, que es una mezcla de emocionalidad química y trascendencia espiritual. Me permitió estar en contacto con realidades menos tangibles pero totalmente presentes, las realidades psíquicas. Me aportó conocimiento sobre sistemas que operan en otra dimensión, que trabajan en conjunto para el bienestar del cuerpo. Podría decirse, en términos de pintura, que mi trabajo es opuesto al de Ross Bleckner: él trabaja mirando la enfermedad, la patología, las células de HIV, y yo trabajo mirando la salud.

 

¿Cómo surgió en vos la necesidad de hacer una obra monumental como Minerva?

Quería potenciar la cualidad excesiva de las pinturas, que además de ser grandes, son toda una taxonomía de las formas existentes, como dijo una vez Eduardo Stupía. Bueno, no sé si todas, pero muchas. Además, lo saturado del color junto con esta morfología orgánica potencia el exceso. La pregunta por el montaje no fue al final; fue mientras. En una muestra en el Centro Cultural Recoleta hace un par de años, Bazán (quien curó la exposición) montó las pinturas una al lado de la otra, pegadas, como un gran mural. Ahí estaba el flujo de formas orgánicas de un espacio a otro, de una obra a la siguiente. Esto decantó en la cuestión de lo circular, porque plantea una contraparte a la manera de mirar las obras en la pared. Es un planteo a partir de una secuencia cíclica, no lineal, y como en toda cuestión circular siempre se vuelve a empezar y cada nuevo comienzo aporta información y nos modifica. Al principio el montaje era una extensión de la obra, pero terminó siendo un objeto en sí mismo, un abrazo uterino que de alguna manera replicaba mi vínculo con la pintura en el taller (estoy adentro de manera inmersiva, me muevo en grandes distancias, trabajo en múltiples direcciones), por el tamaño y las escalas que manejo. En cada vuelta, el visitante profundiza lo que ya vio. El montaje plantea una cuestión sobre la repetición, la experiencia en loop. Cometemos los mismos errores que nos mantienen en el mismo lugar aunque con distintas anécdotas, y esto es paradójico porque no se está nunca en el mismo lugar. En la repetición accedemos a otras capas de información, porque cuanto más miro, más veo. Hay una película, Groundhog Day (Atrapado en el tiempo), donde el protagonista se levanta todos los días el mismo día y dice: ‘Tal vez Dios no usa trucos, sino que está aquí hace tanto tiempo que lo sabe todo’. Tal vez la obra trata sobre el proceso de aprendizaje. Para la mitología griega, Minerva es la Diosa de la Sabiduría que lleva en su hombro una lechuza. El ave emprende su vuelo nocturno y al día siguiente regresa y se posa en el otro hombro de la diosa manifestando que ya no es la misma. La mayor parte del tiempo funcionamos en un automático mental, algunas experiencias pueden sacarnos de lugar. Salir del automático requiere de toda la unidad humana: incluye el cuerpo, el sentir, un orgasmo, una comida, el amor. Quienes hacemos arte tratamos de traer a todo ser humano al presente. Las obras que generan una disrupción te re-colocan. Cuando tenés que andar con cuidado por una cornisa, no pensás en otra cosa más que en un pie detrás de otro, puro equilibrio. Richard Serra es un titán en esta cuestión: la escala, además de ubicarte, genera un choque a partir de una expectativa de sensación, que en realidad se ve contrariada por la propia experiencia. Cuando salís de tu cabeza y estás en el sentir, después podes pensar… Verdad y belleza, acorde a todas las subjetividades, son buenos aliados para generar experiencias. La verdad siempre tiene belleza.

 

¿Cómo fue el proceso de pintarla?

Armé un sistema de poleas como esos que se usan en las panaderías. Pinté la obra en canvas de a cuatro metros sobre la pared, sostenidos por la barra. Secaba una capa de óleo y las mandaba arriba mientras seguía con otra tela. Pintaba de a dos en simultáneo, o sea que siempre tenía por lo menos 4 metros de obra a la vista. El barral, además de permitir el secado del óleo, servía para pintar el tercio inferior, entonces siempre tuve el área de pintura a la altura de la vista y la mano. Cuatro obras embastadas eran las transiciones y estaban a los costados, antes o después según correspondiese, para ver la paleta o la ola de formas. Si bien fotografiaba y hacía montaje digital, en el Caraffa experimenté toda la secuencia junta, los 28 metros, por primera vez.

 

Además de este sistema ingenieril de pinturas danzantes, ¿cuáles son tus rutinas y manías de taller?

Con hijos, en realidad no hay rutinas, hay sistemas de trabajo que funcionan durante un tiempo. Armo un esquema de trabajo en función de lo doméstico, que va variando. Todo se amolda, por épocas pinto de mañana, en otros momentos después del mediodía. No estoy apegada a procesos rígidos, sino al pulso de los afectos.

¿Qué sugiere al espectador esta «aventura» de la que habla Alonso?

Cuando el visitante desprevenido llega ve sólo una pared blanca. Si persiste en su curiosidad y atraviesa este rito de pasaje, entonces entra en un friso envolvente, en un mundo sorprendente, onírico, psicodélico. Después hablamos de la pintura en sí, pero en un análisis inmediato de impacto he visto gente dar un paso atrás, contraer el pecho, levantar las cejas, abrir su boca y avanzar boquiabierta hasta que se forma una sonrisa. Eso es sentir en el cuerpo. ¡También he visto gente que entendió que el muro blanco era la obra y se retiró renunciando al instinto de curiosidad!

 

¿Qué sigue después? ¿Qué estás haciendo ahora?

Sigo expansiva porque lo que me interesa es que las personas puedan entrar de manera inmersiva. Las ideas que tengo son costosísimas, no sé si las podré hacer, porque son muy grandes, emplazamientos al aire libre. Las mandaré a concursos y mientras sigo trabajando. Yo venía pintando en blanco y negro y así conquisté muchos espacios en cuanto a claridad de las formas. Es un trabajo de espacialidad y profundidad. El color te marea, te distrae. Al Caraffa fui con un planteo en blanco y negro, un espacio lunar mucho más denso. Era otro viaje. En el museo me pidieron color, así que suspendí esa serie, pero lo conquistado en términos de profundización de obra lo llevás puesto. Tengo ganas de volver al blanco y negro. Quiero llegar a la honestidad de la obra.

 

Publicada en Hoornik, 2017.



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