Caminatas olavarrienses

María Paula Zacharías

María Paula Zacharías. Publicado el 9 de febrero de 2021. Link: https://www.lanacion.com.ar/opinion/caminatas-olavarrienses-nid2596206/ PARA LA NACION. Fotos: María Paula Zacharías.

Camino de mañana o de tarde, al alba o por la noche, sola o acompañada, o con el perro (que sería sola y acompañada a la vez). Me gusta descubrir nuevos lugares a pie. El paso tiene el ritmo y la cercanía exactas. Todo me interesa. En este verano atípico mis caminatas son una ciudad del centro de la provincia de Buenos Aires, Olavarría, y en los días que llevo acá pateé sus calles en busca de belleza. El circuito obligado es el que bordea al Arroyo Tapalqué, labrado con puentes colgantes que son una delicia y un terror: hay que tener coraje para cruzarlos los días de viento. En los extremos norte y sur esperan parques que frecuentan las huestes del trote y la transpiración. Pero a mí no me mueve el ejercicio sino una curiosidad, un hábito, una necesidad de oxigenación. Pura flânerie o –en criollo– vagabundeo.

Por eso, me interno por sus calles, porque el verde es verde en todas partes. En las cuadras aledañas al centro o al arroyo encontré registros del paso del tiempo en ladrillos y maderas, texturas hechas por el clima y los años que son, para mí, obras de arte abstracto, anónimas, no humanas, hermosas. Me detengo a acariciarlas y a sacarles fotos, ante el estupor vecinal: no se estila acá el comportamiento anómalo. En cambio, es natural y adorable desearse entre extraños buenos días, buenas tardes, en las zonas menos pobladas.

La arquitectura de antaño se conserva en las viejas casonas de estilo con doble altura, molduras y rejas soberbias, amaneradas, puertas de ebanista con ventiluz. Casas chorizo con todas las de la ley. También en los ladrillos a la vista de negocios levantados con grandilocuencia: una panadería ocupa un cuarto de manzana, un taller de autos brutalista se anuncia con un cartel de bajorrelieve en el cemento del frontis, en una coqueta esquina aún se lee «ramos generales». Son locales enormes, que suelen parecer semivacíos de tan grandes, y supongo que guardan relación con las calles doble ancho que caracterizan a esta ciudad, que no es otra que la Capital Nacional del Cemento, y de ahí el despilfarro en pavimentos. Antes, nadie ahorraba en la calidad y el volumen de las construcciones. 

Es posible además descubrir rubros que creía en extinción, como la vez que di con una galletitería: estantes con cajas de diferentes gustos para pedir por cuarto o medio kilo, como en la infancia. También hay acá cuchillerías y oleohidráulicas (todo para la maquinaria agrícola). El kiosco de la esquina vende leña y hielo, y me parece excelente. Kioscos así dan gusto.

Entonces, salgo a ver lo de siempre y a descubrir lo específico. Y si hay algo que Olavarría tiene en cantidad son autos de hace décadas, relucientes y andando. Esta es una ciudad tuerca y está llena de belleza de los años 70, como Renault 4 impecables, Fiat 600 como recién salidos de fábrica, Peugeot 504 señoriales, Citröen 3CV inmaculados, Fiat 128 amarillo patito, verde esmeralda. De décadas anteriores he visto Topolinos, Estancieras y una camioneta Siam Argenta que me dejó boquiabierta. Joyitas de colección, pero que acá son de uso cotidiano porque las distancias son cortas y se la bancan: en quince minutos se cruza de un extremo al otro de la urbe. Olavarría tiene autódromo, este parque automotor heterogéneo y atemporal, y quizás sea la que más talleres mecánicos tenga por habitante. Hay, por ejemplo, uno especialista en Citröen 3CV, El Cholo, que mantiene sin arrugas a una flota de autos de maestras de escuela o jóvenes debutantes. La mecánica se practica en los propios garages de familia: cualquiera es un eximio chapista. Todavía se corren en fititoscampeonatos locales.

En cada caminata confirmo que una ciudad nunca termina de conocerse. Quizá por eso, colecciono en fotos algunos hallazgos: aviones a chorro que dejan estelas de cometa, colibríes insomnes que posan para mí en alambres de púas o una reunión de consorcio de palomas en el tendido eléctrico.

Hay dos imágenes que son las que más me quedaron grabadas, pero no las tomé porque soy fisgona pero no tanto (no me atrevo a apuntar a través de una ventana). Un mediodía, andaba por una calle desierta y detrás de una persiana a medio cerrar escuché por unos segundos a alguien que tocaba la guitarra. Me hubiese gustado guardar en un video ese momento tan perfecto: el calor, el silencio, la cortina ondulante y ese rasgueo tan cerca de mí que podía oír la respiración del ejecutante. La otra postal me llegó como una ráfaga: a través del cristal de una puerta vi una especie de bar ocupado solamente por gente muy mayor. Conversaban animados y sin barbijos, con una luz teatral que los iluminaba de costado desde un patio con galería. Por un momento, fue un viaje a los tiempos pre-pandémicos, en los que ser anciano no era sinónimo de riesgo mortal, y señores y señoras de pelo blanco poblaban cafés y bares con alegría. Tras unos metros de estupor, lo entendí: era un asilo.  



Categorías:Manuscritos

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