El arte, a veces, sale a nuestro encuentro en lugares inesperados. En un viaje familiar a la ciudad de Olavarría nos topamos con un Transformer de cinco metros de alto en el playón de una ferretería industrial. La fascinación del menor de la comitiva era tal que todos los trayectos de esa estadía tuvieron un desvío: había que pasar por el Transformer, para ver su cara de felicidad (y por contagio, la nuestra).
Imaginé que detrás de ese robot glorioso debía haber un artista y una historia. Y ahí fui: Octavio de la Torre es un joven herrero que aprendió el oficio a los doce años en el taller de su padre, en Tandil. Cuando bajó el ritmo de trabajo, en 2016, comenzó a hacer figuras junto con Ramiro Triviño. Una de sus primeras obras fue esta escultura, que es atracción en el local de Palavecino Hermanos. Demandó tres meses y una buena cantidad de chatarra y partes de autos que encontraron en talleres y desarmaderos. «Fuimos armándolos sin dibujo previo, soldando cada parte». Claro que a los robot-auto de origen japonés los conocen de memoria, desde chicos. Ya hicieron un segundo ejemplar y el más grande estará en breve engalanando una chatarrería en Mar del Plata.
En un dique seco de Tandil armaron el Paseo del Origen, donde seis dinosaurios de metal tamaño natural son la nueva postal de la ciudad de la piedra movediza (hoy, otra réplica hecha por el hombre). Han hecho por encargo bailarinas clásicas, cabezas de caballo, ardillas… Son herreros de profesión, artistas de oficio, autodidactas de la vida, consagrados a fuerza de trabajo. Su página de Facebook es «Herreros del arte». El fuerte del taller siguen siendo las construcciones, pero lo que los apasiona son estos bichos: «Cuando estoy haciendo un portón, son otras ganas, vengo al taller seis horas por día. Con los robots, se hace de noche y sigo acá. Ni con la policía me sacan», dice De la Torre. Eso, creo yo, es el arte.
Hace unos días me pasó otra vez: fui a la pescadería (Delfi Mar, en San Bernardo) y perdí el turno distraída por dos murales maravillosos que retratan la esencia del Faro de Punta Médanos y el Muelle de Mar de Ajó. Busqué a los autores (firmaban con su Instagram @arteencambio) y resultaron ser una pareja de pintores nómades. Ahí donde alguien requiera su pintura tienen su hogar. El encuentro con ellos fue revelador, porque practican una filosofía de vida profunda y generosa, desapegada de todo lo material: el arte como forma de vida.
A Miguel Ángel Tomba e Ivana Coronel les cuesta decir dónde viven. «Intercambiamos arte por techo, comida y algo de dinero». Lo que ganan es tiempo para estudiar: «Estamos siempre en la búsqueda de conocernos a nosotros mismos». Llevan dos años en el Majo Hotel, en San Bernardo, donde pintaron 106 murales y 50 pinturas, incluido un fresco de 7×3 metros en pastel policromo que recrea, con su propio estilo, La Creación, de Miguel Ángel. «Tenemos un lugar fijo en la zona de Albano, a 45 minutos de Roma. Nos esperan ahora allá para pintar tres hostels», dice Coronel. Tomba pintó en Cosquín, Cariló y Bariloche, pero también en Montpellier (Francia), Fráncfort (Alemania) y varias ciudades de Italia, donde vivió como artista callejero. Con Ivana llevan cinco años en viaje, y ahora los acompaña Vida, de un año.
«Soy pintor. A los 14, en Puente La Noria, iba a filetear colectivos. Trabajé como letrista y un día me encontré pintando cuadros. Iba descubriendo mi límite para pintar. Creaba mis propias técnicas. Tomé recetas de diferentes artistas y de gente que me fue guiando. Cuando estoy frente a la tela, no pienso, contemplo. Actúo con mi emoción y pinto. El día en que me considere un artista plástico será cuando mi vida se convierta en una obra de arte. El arte y yo completamente en equilibrio, conectados. Sigo buscándome». Tuve la suerte de encontrarlos.
Publicado en La Nación, 18-2-20. Link: https://www.lanacion.com.ar/opinion/miradas/encuentros-inesperados-nid2334718
Categorías:Manuscritos
Qué lindo, María Paula!no se te escapa nada!!abrazo
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