Como fondo y figura, paisaje y escultura deben corresponderse. Las obras de arte emplazadas en el espacio público convierten a su entorno en el lienzo sobre el que se recortan, y la lectura que pueda hacerse de ellas lo incluye. A veces es tan importante el contexto, que determina el éxito o fracaso de una pieza.
El lobo marino hecho de alfajores por Marta Minujín no podría estar en otra parte que la explanada del Museo MAR. Esa pieza debe mirarse de cara al mar, y tiene que estar en Mar del Plata, porque es un guiño a la histórica escultura de José Fioravanti, el pétreo Monumento al Lobo Marino que, en la rambla central de esta ciudad, cumple ochenta años siendo símbolo indiscutido. La comunión con el lugar también va por dentro, ya que está constituida por piedra Mar del Plata (los alfajores de la réplica pop también están en el ADN urbano). No se me ocurre mejor simbiosis. Los dos mamíferos inanimados hacen a la identidad del lugar –lo mismo que los sobrevivientes de Escollera Sur–, y esa es una de las máximas aspiraciones para una obra de arte (o, más bien, para su autor). Deben ser de las esculturas más fotografiadas por turistas en el país.
Otras ciudades eligen sembrarse de piezas de arte en toda su extensión, y se convierten en museo a cielo abierto. Es el caso de Resistencia, Chaco, que tiene implantadas más de 600 esculturas en sus calles y parques, gracias a que las obras ganadoras de su reconocida Bienal de Esculturas van directo al espacio público desde 1983. Esto le ha valido el muy envidiable título de Capital Nacional de las Esculturas. Así, las obras de arte en esta ciudad son un orgullo colectivo. Las más pequeñas se conservan dentro de cajas de cristal en plena vereda: no padecen vandalismos. La ciudad entera el lienzo al que se integran en conjunto. Han cambiado la vida de los habitantes. Todos alguna vez vieron hacer o emplazar una escultura. Nadie les pasa por al lado sin notarlas. Son ya casi 40 años de convivencia con el arte.
Pinamar, en cambio, tuvo un proceso rápido. Ya tenía unas cuantas, pero hace dos veranos se despertó convertida en un gran parque de esculturas, con más de setenta piezas que recorren la historia de la disciplina en la Argentina, gracias a que la ciudad compró una colección privada para disfrute público. Montadas sobre pedestales de cemento, presiden bosques, galerías comerciales, balnearios y hoteles, con más o menos suerte. Ganan las que están en el paisaje, como El Mensajero, de Rubén Locaso, que es una postal maravillosa entre las lomas y lagunas del Golf. Algunas, anteriores, son emblemáticas y hechas a pedido.
La de Alberto Bastón Díaz, La permanencia del sueño, de 2013, es una piña monumental que se convierte en mojón en un camino abierto en un pinar: pertinente relación figura-fondo. A Pájaro Gómez le encargaron en 2007, directamente, un símbolo. Por eso, su obra Dibujando Espacios se funde con el horizonte de mar como una gaviota en la orilla, acunada por el viento.
Bariloche tiene una joya que siempre visito: Preludio, de Jorge Macchi. Es una aguja igual a la de la Catedral que emerge del lago Nahuel Huapi a pocos metros de la original. Es un gesto poderoso, poético, trágico y profundamente hermoso. Se inspira en la pieza para piano La Catedral Sumergida, de Claude Debussy, que a Macchi obsesiona desde hace décadas. La pieza musical y la escultura comparten un carácter grandioso y melancólico con el escenario de agua azul y fría y los picos nevados, y siguen la indicación que el maestro dejó al pie de la partitura (que es recurrente en la producción de Macchi): «Como un eco de la frase escuchada anteriormente».
No pasa lo mismo con los tres calcos de las obras de Miguel Ángel que guarda Bariloche en un lugar poco oportuno: la cima del Cerro Otto. Después de subir a pie o en teleférico, la vista panorámica de un paisaje que corta el aliento deja sordos los sentidos. Ni el David, grande y torpe contra un techo bajo, puede competir con lo sublime de su entorno que apabulla puertas afuera. Provoca una pregunta incómoda: ¿Cómo llegó esto acá? Hay detrás una larga y noble historia. Pero el efecto es uno: la sorpresa de subir a la terraza de un edificio y encontrar un elefante.
Fotos: M. Paula Zacharías (menos la de Jorge Macchi, que fue tomada de su página)
Publicado en La Nación, 27-1-2020. Link: https://www.lanacion.com.ar/opinion/miradas/cuestion-de-fondo-y-figura-nid2327724
Categorías:Circuitos, museos y patrimonio
Excelente,Paula! Qué riqueza la nuestra! Abrazo Graciela
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