No puedo saber cuántos minutos pasaron sin que yo me diera cuenta. Cinco, diez o mil. Quizá sólo uno. Pero ese tiempo infinito que cabe en un instante cayó como un rayo fulminante sobre mi cabeza: cuando desperté el bebé no estaba más ahí. Me había distraído preparando chocolatadas para las más grandes (fría, tibia, con azúcar, sin) y dejé de ser consciente de su exacta geolocalización. Temí lo peor.
Este verano el nene menor de la casa se volvió un ser humano bípedo, a veces deambulante y otras decididamente corredor, en aceleración constante hacia el porrazo, que por lo general viene acompañado por su risa con gorgojeo, el trabajoso levantarse y la carrera loca otra vez. Tiene un objetivo claro en su escapismo deportivo: abrir la puerta vaivén, cruzar el patio, correr por el jardín esquivando pinos y lazos de amor, abrir la tranquerita y, si nadie lo atajó todavía, ganar la calle.
Vivo con el sobresalto de qué puede pasarle si logra su meta: tengo un enorme repertorio de pesadillas por las que me mantengo alerta como un francotirador, como lince, sin pestañeos, estilo videogamer o adolescente con teléfono, enfocada en ese pequeño ser como un tenista en la pelota, pero este partido no se acaba nunca. Ni cuando duerme.
Y ocurrió el desliz una tarde de fiaca, en un día de vacaciones en que no estaba particularmente cansada porque no hubo playa: nada que me disculpe la terrible falta de perder de vista al chiquito éste de mi corazón. De pronto, tras un paneo 360 grados, un grito rajó la tierra y pensé que caía en un agujero negro: ¡EL BEBEEEEEEEEÉ!
Salí corriendo desesperada y encontré la escena del crimen: la ollita que había llevado consigo estaba tirada justo en la salida, como una pista de hasta dónde había llegado, por dónde se había ido, cuál sueño aterrador iba a comenzar. Pero el fugitivo había vuelto y estaba sentado a mitad de camino conversando en su media lengua, encantado, con un gato.
Venerable señor gato: sepa que estoy en deuda con usted. Ha tenido la vida de mi adorado niño en sus garras y la ha salvado. Pudo haber salido corriendo ante sus manotazos torpes y nada habría franqueado su paso al abismo. O pudo haberle devuelto alguno de sus cariñosos exabruptos. Pero usted, sabio hermano gato, aguantó estoico sin decir ni miau, le dio charla en su propio idioma, se dejó tironear de los bigotes quizá en un alarde de hidalguía (no sé si un perro lo haría), y entretuvo al chico hasta que yo llegué desencajada, iluminada y eterna, enfurecida y tranquila, hecha un manojo de nervios, el corazón latiéndome en la boca, el sudor frío corriéndome en la espalda, piernas temblorosas, no sé si babeando, no creo.
Pido públicas disculpas por haberlo mantenido a raya, alejado de mi rebaño y de los demás chicos por cuestiones higiénicas que ahora me parecen ridículas. Hasta ahora, pequeña pantera, sólo me había sido dado divisarlo de lejos, al decir del poeta Jorge Luis Borges. Me retracto de desconfiar de sus reacciones: debí leer en su mirada verde de sensei la templanza de su carácter.
En su honor, recitaré por usted los cantos que escribió Olga Orozco para su Berenice y me aprenderé de memoria la Oda al gato de Pablo Neruda para lanzarle a su paso: Oh pequeño emperador sin orbe, conquistador sin patria, mínimo tigre de salón, nupcial sultán del cielo de las tejas eróticas, el viento del amor en la intemperie reclamas cuando pasas y posas cuatro pies delicados en el suelo.
Tenemos un pacto, caballero felino de estas costas. Pero no creo que le haga un gran favor si lo extirpo de sus dominios de jardines vacíos en invierno, balnearios salvajes que dudo que pise, bosques tupidos en roedores y clientela estable de señoras cariñosas que lo mantienen tan gordo y bien criado. Perdería todo esto, además de su hormonal orgullo masculino y esas filosas uñas con las que trepa árboles en un respingo, para convertirse en un faldero capón de ph con patio al fondo lleno de gatos vecinos, que hay que ver cómo lo tratan. Los he escuchado agarrarse de los pelos en noches de luna, cotidiano concierto de aullidos y maldiciones. No parece un gran cambio.
Pero esta noche, morrongo elegante (como María Elena Walsh, lo imagino con bastón, galera y guante), cenará un pejerrey recién pescado por mi padre en plena sudestada. Ahora que mi cachorro duerme bajo estricta vigilancia bajo mi ala, lo prometo: será suyo el filete más grande, y tendrá aquí para siempre una aliada. Cada vez que ronde mi cocina habrá un plato en la mesa con su nombre, si lo adivino un día. Para lo que necesite, sea leche, atún o que lo rasque. Estoy en deuda con usted, si me permite, amigo.
Publicado en La Nación, Manuscrito.
Categorías:Manuscritos
Deja una respuesta