y olores que apasionan sin una explicación razonable: el cuero crudo, el interior de un piano, la tinta en el papel de diario, las hojas de un libro viejo, la madera lustrada con cera Suiza. En delirio sinestésico, más allá del repertorio floral que todos amamos, podría decirse que me rindo ante los olores graves, marrones, masculinos. Cada uno tiene su gusto.
Entiendo al perfumista enloquecido que creó el escritor alemán Patrick Süskind, Jean-Baptiste Grenouille, ese que percibía el mundo por el olfato, pero carecía de un olor propio. Más allá del placer que provoca, este es el más letal de los sentidos cuando dispara recuerdos: lo que activa no es otra cosa que la sensación misma de estar junto a otro. Grenouille, en cierta forma, estaba condenado al olvido.Un alumno pasa cerca de su preceptora y deja una estela: el inconfundible olor a cigarrillo del tabaco negro.
En el libro Ciencias morales, de Martín Kohan, a la señorita María Teresa se le cae la estantería porque ese olor no es solo una transgresión a una norma, sino que, para ella, es un pasaje de ida a las volutas de humo que libraba su padre en las noches de su infancia. Patios, canteros, luna y estrellas. María Teresa queda turbada para el resto del libro.
Entre mis perfumes más amados no están aquellos preferidos, sino los que componen a mi madre. La suma de las partes no es igual al todo, se sabe. Por separado no me gustan, pero juntos son ella: manos de cebolla y lavandina, y en sus palabras y besos, un dejo de café o vino tinto, según la hora Y ese olor a calle o a frío que traía a la nochecita cuando volvía de trabajar, que no era suyo, sino de afuera, y que venía aparejado con el alivio de saberla ya adentro de la casa, con todos nosotros. Las personas, en un punto, somos blends y esa alquimia será lo que más recordarán de nosotros. Mi padre, en cambio, es un solo olor, potente y reconocible, que no sería agradable si no fuera porque es mi padre: huele para mí a mar… o, más precisamente, a pescado. Empedernido pescador de muelle y orilla, fileteador experto, con ese vaho está grabado en mi memoria olfativa, tras años de verlo llegar con un balde cargado cuando hay pique, a llenar el lavadero de escamas y, más tarde, servir un plato maravilloso. Lo sigo disfrutando.A mi abuela, en cambio, la reencuentro cada vez que inhalo dentro de la latita azul de crema hidratante y en algunas colonias florales que compraba por litro. Mi abuelo es una mezcla de olor a pelo y a lana, que extraño cada día de mi vida.
Otros amores olfativos fueron pasajeros. Mi primer novio olía a ajo y, por eso, sigue provocándome ternura. Después, cada romance de mi juventud tiene el nombre de una marca importada: Carolina Herrera, Fahrenheit, Joop!, Kenzo, Issey Miyake… Una vez salí con un chico porque me prestaron un pañuelo ¡tan bien perfumado! En otra oportunidad, extrañaba tanto una fragancia que me compré un frasquito de ese perfume y por años lo tuve en el escritorio para respirar hondo cuando lo necesitara. Lo olvidé recién cuando conocí a M., el gran amor, que no transpira en francés ni usa etiquetas for export. Del mapa de sus aromas puedo escribir una enciclopedia o una oda, mejor. Es mi elixir: los días grises o desolados abro el placard y hundo mi nariz en sus camisas.
Las casas también llevan su sello olfativo. La de mi tía huele a libros, a plantas en maceta (y a perro, que no se diga). Solo ahí encuentro esa mezcla, y no deja de ser gratificante. La casa de verano cuando se abre, con su humedad característica, es como volver a la niñez. Con el paso de las semanas exhala pino y eucaliptos, igual que el jardín y las calles. Cuando percibo ese olor en otro lugar me dispara «la nostalgia feliz» de la que habla Amélie Nothomb: siento alegría porque sé que voy a volver. Tengo un ritual cuando estoy llegando por la ruta: bajar la ventanilla, cerrar los ojos y emborracharme de aromas.
A mis hijos puedo reconocerlos con los ojos cerrados. Me derrito cuando aspiro esencias de galletitas en la palma de la mano del bebé. Ah, el olor a bebé: no quiero olvidarlo nunca.¿A qué olemos? Tabaco, ajo, cebolla, pescado. ¿Cuál será nuestro olor definitivo, aquel con el que nos haremos presentes en la vida de los que nos aman cuando estemos lejos o cuando ya no estemos? Ni necesariamente bello ni de por sí elegante, pero para alguien siempre entrañable. Menos Grenouille, todos dejamos un rastro.
Publicado en La Nación, Manuscritos, 20/1/19. Link: https://www.lanacion.com.ar/2212648-la-estela-nuestro-perfume-blend-unico
Categorías:Manuscritos
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