La mayoría de las fotografías de Rodrigo Abd son urgentes y digitales, y se transmiten por teléfonos satelitales desde lugares recónditos o peligrosísimos. En cuestión de horas, llegan a las tapas de los diarios de todo el mundo. Pero cuando no está esquivando bombas ni internándose en selvas, vuelve a la tecnología más rudimentaria para sacar fotos donde deja entrar el azar o donde el tiempo se estira para que en el retrato aparezca algo más que un rostro extraño.
Estas últimas formas de trabajo se reflejan en dos exposiciones simultáneas en Buenos Aires, que permiten conocer ese lado B de la labor de uno de los más brillantes fotoperiodistas argentinos contemporáneos. En FoLA se exhibe La cámara afgana, con curaduría de Verónica Cordeiro, y en el Centro Cultural Haroldo Conti, Palimpsestos, al cuidado de Lorena Pahor.
Su obra tiene una dimensión profunda que es común en todas sus variantes: la necesidad de contar lo que sucede en el mundo desde un encuentro genuino con el otro.

Abd se formó en los diarios La Razón (1999-2000) y La Nación (2000-2003). Sus compañeros sabemos que una nota en equipo con él no es igual a cualquier otra: el planeta puede estar cayéndose a pedazos, pero Abd no se distrae. Habla con los protagonistas y se toma el tiempo necesario para lograr la foto esperada, con paciencia y pasión en iguales dosis, sin perder nunca el buen humor.
Ver, escuchar, encontrarse, buscar qué hay detrás, sacarse los propios prejuicios y contarlo todo en una imagen que sea a la vez técnicamente irreprochable y estéticamente conmovedora, ése es su talento.
Vivió en Guatemala entre 2003 y 2012, como fotógrafo de la agencia de noticias internacional The Associated Press (AP), que luego lo trasladó a Lima, Perú, donde reside ahora. Cubrió el golpe de Estado en Honduras en 2009, el terremoto en Haití en 2010, el proceso bolivariano en Venezuela, la búsqueda de los familiares de desaparecidos en el altiplano peruano, la transición de las FARC hacia la paz en Colombia y la fiebre del oro, la conflictividad y el desastre ecológico en la selva del Perú.
La cobertura de la guerra civil en Siria le valió en 2013 el Premio Pulitzer junto a otros cuatro colegas de AP y más de una historia de aventuras que alguna vez les contará a sus nietos. También mereció el María Moors Cabot (2016), dos World Press Photo (2006 y 2013) y varios Picture of the Year International, entre otros premios.

En 2006 fue corresponsal de guerra en Afganistán. Cuando no estaba en el ojo de la tormenta, cubría la vida cotidiana del país. En esas recorridas, vio a los fotógrafos minuteros de la plaza principal de Kabul, y quedó encantado con esas cajas de madera y su simpleza. Compró una y tomó clases, con intérprete de por medio, que resultaron un disparate de lenguas cruzadas. Pero aprendió.
En la misma plaza, montó su escenario de telón negro de fondo y un banquito, y con su sonrisa afable de hombre común logró que los trabajadores, en medio de su tristeza de tierra en conflicto, accedieran a detenerse, sentarse y mirarlo a los ojos durante los minutos que lleva la toma.
Las imágenes, con su fragilidad técnica, transmiten el alma de los nadies. Es ahí donde Abd elige dirigir su lente, siempre. Primero fueron los de Kabul, pero siguió con su ritual de fotos analógicas en Guatemala y Perú para retratar reinas mayas, payasos callejeros, cortadores de caña de azúcar, pescadores artesanales, integrantes de las peligrosas maras, parteras rurales y familiares de desaparecidos.
No constituyen una galería de miserables ni freaks. Abd los mira con cierta ternura, respetuoso de su dignidad. El personaje sostiene la mirada a su vez, se presta a ese encuentro, y con el correr de los minutos de exposición se mantiene inmóvil. Van saliendo a superficie sentimientos, esencias. Los ojos son pozos cada vez más profundos.

El tiempo
Abd no es un meticuloso de laboratorio, aunque carga con los líquidos para revelar in situ, como la rudimentaria máquina lo exige. Sube al altiplano peruano en burro con su pesado aparato al hombro y todos sus trastos. Y en esa mezcla de esfuerzo y precariedad autoimpuesta, hay cosas que se salen de control. Deja entrar el error: manchones de revelador, pequeños desenfoques, imperfecciones en la exposición que es calculada a ojo.
«Hacer fotos en foco, nítidas, con colores espectaculares con la tecnología de hoy es cada día más fácil. Mostrar un mundo imperfecto en imágenes perfectas es lo que hacemos en fotoperiodismo todos los días», señala.
Lo que le fascina no es la materialidad de la foto artesanal ni la búsqueda de una técnica original que lo diferencie, sino lo que la situación de la cámara afgana posibilita: el ensanchamiento del tiempo que se comparte o la posibilitad de dilatarlo en días de fugacidad y urgencias. «Me di cuenta de que con esta cámara me podía acercar más a las personas», dice.
Para los afganos, Abd y su cámara eran algo cotidiano. Tanto que llegó a dejar el aparato solo para correr a registrar la explosión de un coche bomba, y lo encontró ahí al regresar. «Dividía mi cabeza entre estos retratos del siglo XIX y las noticias que tenía que cubrir», dice.

Cuando volvió en 2010, ya los minuteros, que proveían a los trabajadores de las fotocarnets más económicas, habían reemplazado sus viejas cámaras de caja por pockets digitales.
En Guatemala decidió volver a buscar a los personajes de sus historias más emblemáticas, esos a los que había visitado una y otra vez a lo largo de nueve años de trabajo. A Francisca, por ejemplo, la partera con la que llegó a convivir diez días en su casa de piso de tierra, esperando que la fueran a buscar para un parto inminente en otra casa sencilla como la suya. O a los pandilleros, a quienes retrató tras las rejas o en sus submundos cuando le abrieron la puerta. «A los jornaleros afganos también los había visto durante meses. Tenía que haber una conexión con la gente», cuenta.
En La cámara afgana, exposición producida por el Centro de Fotografía de Montevideo en 2016, hay imágenes color de su trabajo como fotoperiodista. Se detectan dos temas recurrentes: la niñez y la muerte. El comienzo y el fin de la vida. Y esos luchadores que están en la mitad.
«Trato de ponerme en la piel del otro. Y me gusta investigar ahí donde hay prejuicios. Humanizar personajes estigmatizados. La realidad siempre es mucho más compleja de lo que creemos», señala.
De la serie de la cámara afgana, los 22 personajes de diferentes latitudes están mezclados, copiados en gran formato de los negativos originales de papel. No están en grupo: son individuos que se presentan de frente al espectador. Difícil no sentirse interpelado.

La serie Palimpsestos surgió sin querer, cuando al volver de una cobertura en Haití descubrió que su cámara panorámica había estado fallando y había expuesto dos veces el mismo rollo. Encontró en el azar de esa avería una manera de contar esa Guatemala a la que acababa de llegar, que estaba saliendo de 36 años de conflicto armado.
En ese clima de posguerra Abd sentía que todos los temas que abordaba estaban interconectados. Durante dos años, llevó esa Hasselblad XPan a todos lados. Nunca sabía sobre qué foto recaería cada nueva toma. «Me quería demostrar que esos temas que yo sentía que estaban relacionados se interconectaban en un mismo cuadro», explica. Sacó cien rollos triplemente expuestos al azar. Eligió 50 imágenes en su edición final.
Pahor remite en el título de la muestra del Conti a los pergaminos de la Antigua Grecia. «En el momento en que el manuscrito perdía vigencia o se lo pretendía censurar, se raspaba su superficie, con el fin de borrarlo y dejarlo listo para un nuevo documento. A estos primeros soportes de la escritura, varias veces reutilizados, se los conocía como palimpsestos, y su particularidad residía en que no podían ocultar del todo las huellas del escrito anterior», explica la curadora en su texto.
El método de Abd es lúdico, pero no así su edición final de los negativos que decide conservar sin retocar, donde los diálogos que se construyen son significativos. Un criminal de la mara 18 se superpone con una procesión religiosa por la Semana Santa y sus tatuajes se funden con la alfombra, rodeado de cruces de una inhumación de una víctima de la guerra civil. Un mural de una manifestación se completa con la fila de gente que espera. Sobre el río Dulce se proyectan carteles de personas desaparecidas. La soledad del campo y una manifestación de mujeres por sus derechos. Trabajadores que cruzan por un tronco caído, mientras se superponen árboles como en un sueño y se lee un cartel que dice «descansen». Todo cobra sentido en esa asociación libre que revela un inconsciente colectivo.

Una mirada más humana
En las dos series autorales y en su trabajo cotidiano, Abd mantiene una intención: «Siempre me gustaron esas historias que están en los márgenes. Mi búsqueda constante son esos temas controvertidos donde parece que todo está dicho, y ver qué hay detrás. Los seres humanos somos todos parecidos, sólo que nacemos en realidades muy distintas. Trato de ponerme en ese lugar, tener una mirada más humana y lograr sensibilizar», dice.
El Pulitzer le reportó reconocimientos varios: «Sigo teniendo las mismas dudas, los mismos miedos y dificultades a la hora de fotografiar. No soy mejor por haberlo ganado. Es lindo que te reconozcan, de todas formas».
De su formación rescata a sus compañeros de trabajo, los maestros de la primera época como Mario Manusia y Don Rypka, la cotidianeidad, la espera, el «cuartito» (morada de los fotógrafos en las redacciones) y los colegas anónimos que conoció en cada pueblito y que son la memoria visual de sus terruños. Un proceso largo hecho a base de oficio, pasión y, sobre todo, compasión.
Publicado en La Nación, Ideas, 7-9-17. Link: http://www.lanacion.com.ar/2059914-el-alma-de-los-nadies-claves-para-entender-la-obra-de-rodrigo-abd
Categorías:Artistas
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