En los museos trabajan historiadores, curadores, montajistas y guías de sala. Pero también hay personal con oficios diversos, que aplica saberes no esperados. Hay conservadores que son planchadores de cuadros, diseñadoras de moda que se llaman a sí mismas cirujanas, escenógrafos de vitrinas, buzos que rastrean bajo el mar piezas de exposición, luthiers de pianos centenarios y veteranos de guerra. No sólo de museólogos está hecho este particular mundo.
Hay también empleados no humanos, y ésa es la mayor extravagancia de los planteles museográficos. Los gatos son de plantilla gracias a su eficacia en el control de plagas. Lino, un atigrado gris, cazador feroz, tiene cucha en el Museo del Traje. Vive entre algodones, prácticamente. En el Museo del Cabildo trabaja Aimé, una bicolor que por afrancesada no es menos sagaz.
Los conservadores de arte tienen un referente en Pino Monkes, que desde 1983 intenta detener los relojes en el Museo de Arte Moderno (Mamba): su tarea es resguardar del deterioro del tiempo el arte más perenne, que es el contemporáneo. En su mesa de trabajo se puede esperar cualquier cosa. “Nuevos materiales, nuevos problemas y nuevos conceptos detrás que obligan a nuevos criterios de intervención. Es un abanico tan grande y tan abierto que no se puede armar una teoría porque no sabemos si estamos hablando de chocolate o de estiércol adentro de una lata”, explica. Tiene una gran sala propia en el primer subsuelo, donde abundan los microscopios, los tubos de ensayo, una campana de extracción de vapores, tableros y, también, las planchas termocauterio, pequeñas planchas de mano para estirar la pintura de caballete que se craqueló. Otro recurso es encerrar las obras difíciles en cajas de acrílico herméticas para protegerlas, como por ejemplo las de Eduardo Mac Entyre, de líneas delgadísimas. “Es imposible repararla”, señala. Su último gran desafío fue una rueda de hierro oxidado con colgajos de tela desmembrada: una obra de Liliana Maresca que está montada y en exhibición. Se maneja con una máxima: “Las obras tienen que mostrar la edad que tienen”.

¿Planchar un cuadro? Pino Monkes, conservador del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, emplea pequeñas planchas termocauterio para estirar las pinturas craqueladas; su trabajo lo enfrenta al paso del tiempo. Ph: Silvana Colombo.
Mientras Monkes plancha cuadros, Cristina Quiroga exhibe sus manos de cirujana: recién lavadas, sin anillos, las uñas cortas y sin esmaltar. Enhebra un filamento extraído de un viejo paño de seda y se concentra bajo los reflectores. “Voy a suturar”, avisa y comienza a dar pequeñas puntadas a su “paciente”, una mantilla encaje chantillí tejido a bolillo en seda natural a fines de 1800, toda hecha a mano. En el Museo del Traje es conservadora y restauradora, y controla cada pieza que ingresa al patrimonio. Su aliada es una aspiradora. “Las prendas no se lavan: se aspiran. Hago un mapeo de los daños, con registro fotográfico. También pienso cómo es la mejor manera de exponerla”, dice. En el proceso, aparecen sorpresas como medallitas cosidas en lugares inesperados, notitas, talismanes y firmas. Y se ocupa de trazar la moldería, para después poder hacer réplicas. “Con esta mantilla voy a estar un mes entero porque además de hacer pequeños puntos de sujeción en las roturas voy a agregar un tul en los faltantes para detener el daño”, cuenta. “La intervención no se esconde: se tiene que notar”, coincide con su colega del Mamba.

La «cirujana» del Museo del Traje. Cristina Quiroga habla de «suturar» al «paciente» cuando trabaja en recuperar una mantilla del 1800 u otra pieza de colección; también traza moldes para generar réplicas. PH: Silvana Colombo.
Paula Olabarrieta es una luthier y, como tal, se especializa en pianos. Es la tutora de los once más antiguos y especiales del país, que se preservan en el Museo Histórico Nacional, donde es conservadora y restauradora. Su mayor éxito es la puesta en funcionamiento de dos joyas de la colección: el que se atribuye a Mariquita Sánchez de Thompson, donde se habría tocado por primera vez el himno patrio, y el del compositor Juan Pedro Esnaola. Mima, además, a los trece pianofortes del acervo con mantas, control de humedad con bolsitas de sílica gel y carbón activado, y permanente vigilancia. Varias veces al año se los puede visitar en la reserva del museo. “Trabajé dos años en la puesta en valor de todos ellos, lo que incluyó documentarlos, relevarlos, limpiar pieza por pieza, encolar piezas sueltas, arreglar patas y combatir los hongos. Había pianos que no se habían limpiado en 150 años, y el polvillo había formado una trama; se levantaba como una tela. El más antiguo es de 1792. El piano estaba aún en desarrollo, y su evolución acompaña la de la música”, cuenta.

Custodia de los sonidos: Paula Olabarrieta es luthier y trabaja en la restauración de los instrumentos del Museo Histórico Nacional, como esta guitarra, regalo para Manuelita Rosas, o los pianos antiguos, que son joyas de la colección. Ph: Silvana Colombo
En el piano de Esnaola había rastros de cera de vela, que dejó como testimonio de su época. Se hacen dos o tres conciertos por año, y ella se encarga de la afinación durante un mes antes. “Se rescata así repertorio de época y se puede ejecutar en los instrumentos para los que se compuso”, dice. Sufre un poco con el ímpetu de los intérpretes: Horacio Lavandera tocó el himno el 9 de julio pasado y su primera intención fue tocarlo con la pasión con que lo hace habitualmente. “Temí que saliera volando un martillo. Pero cuando pudo adecuarse al piano, que es un documento histórico, logró una versión maravillosa. Nunca lo había escuchado sonar así”.
En el Museo Mario Brozoski de Puerto Deseado se pueden ver vestigios del naufragio de la Corbeta Swift, hundida en 1770. Para llegar a sus vitrinas, los 400 objetos de la colección fueron antes rescatados por arqueólogos submarinos como Dolores Elkin, que pasó 17 años sumergiéndose con su equipo en esas aguas heladas y, de paso, se hizo amiga de lobos marinos y otros habitantes del submundo acuático. Dirige el programa de Arqueología Subacuática del Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano, y ahora ese grupo anfibio trabaja en relación con el Museo del Fin del Mundo de Ushuaia, en otro naufragio al que accede caminando cuando hay marea baja. “Se considera al mar como el museo más rico del mundo, por todo lo que esconde”, dice. Sus días son, a veces, toda una aventura: “El 80 por ciento del trabajo es de investigación, es decir, de escritorio. En la Patagonia, sólo hacemos trabajo de campo de noviembre a marzo. Entonces, buceamos dos veces por día y nos vamos turnando entre 6 y 8 personas. Cuando uno trabaja en lo que le apasiona puede calificarse de idílico. Aunque tiene sus momentos duros: las fotos no reflejan la temperatura del agua. Bajo la superficie siempre es especial: un mundo muy ajeno, mágico. Estás muy alerta a las criaturas de colores que parecen de ciencia ficción y los sonidos a los que no estás acostumbrado. Todo el tiempo escuchás tu propia respiración”.

Rescate en la profundidad. Dolores Elkin, arqueóloga submarina, rescata de naufragios valiosos objetos que se exponen en museos del Sur. «El mar es el museo más rico del mundo, por todo lo que esconde», dice. Ph: Javier Crespi.
Del mundo del teatro llega al Museo Evita el escenógrafo Guillermo Gualchi para sumar su arte: “Poner al objeto en su contexto y su tiempo, y convertirlo en un hecho dramático. Interactúo con las áreas de preservación e investigación, para cuidar al objeto y entender su historia. Después trato de reconstruir su tiempo, y que la gente se lo lleve dentro de su corazón”. Por ejemplo, una pelota de fútbol se exhibe en el aire, como en medio de una jugada. Con sonido e iluminación se recrea un estudio de radio en la sección que recuerda a la Evita actriz. “El vestido no es Evita”, señala.
Todo lo contrario a la ficción es lo que aporta Mario Volpe al Museo Malvinas. Es un excombatiente y su testimonio es piedra fundamental de esa institución. Fue vicedirector en los inicios del museo y ahora trabaja en el archivo. “Trato de mantener los ejes principales en los que venimos trabajando hace 35 años: memoria para los compañeros caídos, justicia en las causas de Derechos Humanos, el derecho a la identidad para los 123 soldados enterrados con NN y seguimos luchando contra la invisibilización que sentimos cuando volvimos de Malvinas”. Ahora, en el museo, hay otro lugar de referencia.
Publicado en La Nación, Cultura, 29-8-17. Link: http://www.lanacion.com.ar/2057485-trastiendas-los-oficios-que-no-vemos-y-mantienen-vivas-las-obras-de-los-museos
Categorías:Circuitos, museos y patrimonio
Excelente!!!!
Quiero libro de estos maestros, a qué hada madrina se lo pido?
Aplausos María Paula Zacharias!!!!
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