Llega el verano y Verónica Gómez prepara una valija con mucho abrigo, un kindle con ficción y libros de psicología, psiquiatría y otras “ciencias del alma”, un mapa, una libreta de notas y materiales para dibujar y pintar. Durante todo febrero será la única habitante de una casa destinada a albergar artistas en un paraje rural de Finlandia Occidental, rodeada de bosques y lagos. Gómez hizo lo que tantos colegas suyos hacen hoy: completar formularios para participar en convocatorias para residencias de artistas que invitan a cambiar de ciudad para inspirarse, aislarse y producir giros en la propia obra. Más allá de destinos frecuentes como Madrid o Berlín, en 2016 hubo artistas argentinos como ella empeñados en perseguir auroras boreales, habitar un pantano, dormir dentro de una obra del otro lado del globo o poblar –temporalmente- una isla desierta.

Gómez en Finlandia
“Quise volver a Finlandia, donde estuve en 2015, pero esta vez en invierno y a un lugar más aislado, para continuar la exploración de tipo atmosférica y anímica en mi pintura, que comenzó en mi visita anterior y continuó en Buenos Aires. Es una especie de retiro, pero en absoluto un escape: una intensificación de aquellos materiales sensibles que son sustrato de la obra”, detalla. Cercana al Nelimarkka-Museo, no le preocupan las condiciones extremas: “Temperaturas de 20 grados bajo cero o más, días muy cortos con una luz muy diferente a la nuestra, un tipo de silencio que produce la nieve acumulada y la posibilidad de una aurora boreal actúan como caja de resonancia para ese periodo de introspección”.
Las residencias son hoy hitos de rigor en las carreras de los artistas contemporáneos. “Sé que hay una especie de moda de andar haciendo residencias por todo el mundo, como si se coleccionaran estampillas de distintos países y créditos para el currículum. A mí no me interesa. Considero demasiado poderosa la experiencia de estar en un ambiente ajeno, la sensación de extrañeza, e intento respetar los tiempos de asimilación. Lleva tiempo volver de esos lugares. Es un resabio que hay que esmerarse en conservar”, analiza Gómez.

Claudia Aranovich en Taiwán
Las residencias pueden ser espacios y tiempos para poner la página en blanco, o lugares específicos a los que se llega con un proyecto a cumplir. Claudia Aranovich no es una joven aventurera sino una escultora de trayectoria, y no dudó en instalarse un mes entero con el pantalón arremangado adentro de un pantano en Taiwán para llenarlo de flores gigantes de cañas de bambú, con calores espantosos y mosquitos acechantes. Fue una de las cinco artistas elegidas entre 500 postulantes para participar en un programa de arte ambiental durante mayo pasado: “Estuve en un pueblo de pescadores. Las escuelas, los pobladores y algunos artistas se acercaban a ayudar. También hubo seres tecnológicos, como el señor de aspecto humilde que se acercó con un drone y sacó fotos maravillosas. De 9 de la mañana hasta las 17 había 38 grados. Luego refrescaba un poco. Trabajé incansablemente a la intemperie, siendo en este grupo la más veterana. El día de la implantación en el terreno, una máquina infernal succionaba agua del pantano para poder plantar mis Flores para el Futuro, con operarios que hablaban sólo chino, ayudantes nerviosos que traducían a los gritos, un tiempo perentorio yendo del pantano al malecón todo el tiempo para dar indicaciones… Igual, si tuviera nuevas oportunidades de residencias en lugares impensados, iría sin dudarlo. Los trabajos que pude hacer, las historias increíbles y la gente valiosa que conocí hacen que valga la pena”, dice Aranovich. Ésta fue su séptima experiencia desde 1999. “Siendo una artista de tres dimensiones, es siempre difícil viajar con obras grandes. Las residencias me dieron la oportunidad de hacer obra en otros países y dejarla emplazada”.
Queda poco lugar para sellos en el pasaporte de Florencia Levy. Lo suyo son, en general, las zonas en conflicto: cursó residencias en La Habana, Corea del sur, Kuala Lumpur, Texas, Taipei, Japón, Holanda y Varsovia. Acaba de volver de su última experiencia en Jerusalén. A principio de año viajó por China y en la región de Mongolia fue detenida por Seguridad Nacional cuando filmaba un dique con residuos radioactivos porque pensaban que era una espía. “Después de siete horas de interrogatorio y la captura de mi pasaporte, borraron todo el material que había filmado y fotografiado, incluso formatearon la memoria de mi cámara para que no pudiera recuperar las imágenes. Milagrosamente quedó una sola foto que pude recuperar, y parte del momento en el que me detienen filmado con mi teléfono celular”. La imagen sobreviviente fue seleccionada en el premio de la galería ArtexArte que se expondrá a partir de marzo.

Florencia Levy en Abu Dis: el muro linda con Jerusalén. Foto: Lelio Heber Defelice
Hasta noviembre estuvo en Jerusalén por una beca del Art Cube Artists’ Studios, y siguió con el proyecto que viene realizando donde quiera que vaya: intervenciones en el espacio público a partir de entrevistas en video de las diferentes culturas que comparten la ciudad, que se vieron en directo en Casa Tomada, la intervención que tomó la Casa del Bicentenario durante medio año. “Es difícil entender la ciudad. Es muy contradictoria y más allá de la Franja de Gaza hay muchas fronteras y divisiones”, explica.
En China, disfrazó su trabajo en 16 placas de acero grabadas iguales a las oficiales que cuentan la historia de los edificios, pero llevando memorias personales al espacio público, algo inusual en ese contexto de censura existente. “Siempre el foco de mi práctica artística se impulsa a partir de investigaciones sobre comunidades y explora formas de subjetividad en relación a la historia, la arquitectura, el espacio público y el conflicto”, explica. “Mi trabajo se basa en el encuentro con otros. Cuando el idioma, los gestos, la cultura e idiosincrasia de un lugar son no sólo desconocidos, sino que radicalmente distintos, los lazos que se proyectan también son diferentes y el trabajo se reconoce en formas nuevas de relacionarse con el espacio y las personas”.
También fue bastante extrema la experiencia de Marina Curci en un campamento de refugiados en Argenlia. Visitó Wilaya de Bojador, donde vive el pueblo saharauis desde hace 41 años, en el desierto de arena y piedra cerca de la ciudad de Tindouf. Participó en Artifariti, encuentro de arte y Derechos Humanos en el Sahara Occidental. La décima edición, en 2016, se llamó Después del futuro: durante 15 días entre octubre y noviembre, más de cien artistas saharauis, argelinos y de todas partes del mundo, transformaron los campamentos en una plataforma artística para crear una red de solidaridad decolonial. “Pinté y bordé. Pinté como siempre lo hago, frente al paisaje. Bordé junto con la gente. Antes de viajar recolecté 100 kilómetros de hilos que fueron donados por todo el que quisiera”, cuenta Curci. Todo comenzó hace diez años, al regreso de una expedición a la Antártida en el Rompehielos Almirante Irizar: “Al regresar de aquel viaje, me pregunté cuál sería el paso siguiente y pensé: África”.
“Entrar en un nuevo paisaje, en la vida del desierto de quienes lo habitan, intentar conectar con esa cultura, con esa naturaleza y con el conflicto que viven, todo eso te deja sentidos profundos. Sentí el afecto, la solidaridad, la poesía, el compartir, el silencio, los límites, lo esencial. Creo que este viaje acentuó mi ser del horizonte, real, poético, metafísico y simbólico. Reafirmó mi esencia de pintora: cuando voy al paisaje me meto en el mundo que me rodea”. Artistas, curadores y organizadores viajaron por el desierto en 14 camionetas, como una caravana de hormigas viajeras. Esta es su crónica de una acuarela: “Salí a la puerta de la casa de Jadeya Beyun, la mujer de la casa donde vivía. Caminé sobre la loma un poco y mire 360º. Vi niños a lo lejos, muchos niños, y una extensión rojiza de la arena y rosada del cielo, hermosos contrastes de sombras de las casas, un bello ritmo entre casas y elevaciones. Estuve pintando cuatro horas bajo ese sol, que era de otoño pero pegaba durísimo, y pensaba: tengo una casa donde refugiarme y refrescarme, pero todo ese pueblo que está allí, en esa extensión de sol abrazador, arena y piedra, cuando llegó de su éxodo, expulsado de su tierra, sólo tenía ese sol, la arena, las piedras y se tenían a ellos mismos. Me estremecí profundamente, tuve un instante de comunión profunda. Esto es parte de lo que está en esas huellas que deja la acuarela”, cuenta conmovida.
De Resistencia, Chaco, a KuldÎga, Letonia, la distancia se cuenta en mucho más que kilómetros. Ignacio Fanti la recorrió, tras una escala de casi ocho años en Buenos Aires para formarse como artista. “Al comienzo de este año, como todos los años, me llegan muchas residencias, programas y aplicaciones en diferentes puntos geográficos, pero una me llamó la atención: me gustaba el nombre de un país que no sabía traducir al español: Latvia. Aplicó entonces al programa de la Internacional Summer School of Photography, para ir a fotografiar un pueblo en el que sólo hay un castillo, un supermercado y pocas viviendas: el resto, bosque y campo. “Quedamos 40 seleccionados, entre los que también estaba la argentina Justina Leston. “Los habitantes de Kuldiga y Pelci son fanáticos de la jardinería, las señoras mayores pareciera como que compiten por quién tiene la mejor orquídea, la flor más exótica o quién arregló mejor su ventana. Es hermoso de ver. Pasan un invierno tan crudo que esperan con ansias la primavera”, explica Fanti. Bajo la tutela de Federico Clavarino, fotógrafo italiano, cambió la naturaleza de su trabajo, de íntima a la de flaneur. La consigna era caminar. “Me perdí en el bosque por unas cinco horas, y retraté un par de objetos que encontré. Más allá de seguir trabajando en el interior de mi casa, puedo ver las cosas desde otro lugar, utilizar todo lo que puedo absorber en el exterior, para aplicarlo dentro de mi trabajo más interior”, cuenta. En 2017, su trabajo se podrá ver en la galería The White Lodge en Córdoba.
Valeria Conte no pudo decir que no: le llegó una invitación para permanecer tres meses en trabajando en su obra en el Museo Nacional de Arte Moderno y Contemporáneo de Corea del Sur. Le costó dejar a su familia por tres meses, entre abril y junio, en la casa de barro levantaron a orillas del Lago Lolog, a 15 kilómetros de San Martín de los Andes. “Trabajé sobre eso: estar sin contexto ni apego”. Su obra fue una frazada para arroparse y dormir tranquila. De la manta, salían a la altura de su corazón hilos que la dejaban suspendida a 20 centímetros de su cuerpo. Durmió los tres meses en su obra: la obra era su cama. “Como había 12 horas de diferencia con Argentina, sentía que al dormir de día me juntaba con el sueño de mis seres queridos”.
Por invitación de la Universidad de Shanghai, Federico Bacher estuvo quince días en un pequeño pueblo, Moganshan, construyendo una estructura escultórica en bambú de 10 metros de diámetro por 3.80 de altura. “Elegí hacer algo para que la gente local pudiera usarlo como punto de encuentro, con espacios para sentarse y descansar”, cuenta. Convivió con estudiantes, con quienes desayunaban fideos de arroz salteado y cenaba en restaurantes platos rarísimos. “Cuando llegué todo estaba mal: las cañas gigantes verdes recién cortadas, los tornillos cortos, los tubos de plástico de la medida equivocada… Integré al equipo artesanos para que todos juntos decidiéramos la forma y el sistema constructivo, y fue muy enriquecedor. China es otro mundo. Aprendí a tolerar y ceder, y a dar lugar a un enfoque muy distinto, con tiempos mucho más largos. El arte es el lenguaje universal, como la naturaleza: llega un punto en que todos hablamos lo mismo”, explica.
El fotógrafo Santiago Carrera puede decir que habitó una isla desierta. Compartió con artistas de más de siete países 100 metros cuadrados rodeados por el Mar Caribe (entre Panamá y Colombia), en la región Guna Yala, archipiélago de 365 islas, donde funciona la residencia Wayaka Current. En su primera residencia artística las cosas no fueron fáciles: “Los días comenzaban naturalmente con los primeros rayos del sol y terminaban un poquito después de que su pusiera. Dormíamos en carpas y no había ninguna conexión con el exterior, excepto un teléfono satelital para emergencias. La comida que se servía era lo justo y el agua se traía de un río a 8 km de distancia”. El aislamiento sumió a Carrera en reflexiones y hallazgos que mostrará en 2017 en la galería Honeycom Arts. “Estar abstraído de toda distracción me permitió una gran conexión conmigo mismo y mi trabajo, y conectarme con un ritmo más acorde con la naturaleza”. El saldo, casi siempre, es positivo.
Publicado en La Nación, 17/1/17, Cultura. Link: http://www.lanacion.com.ar/1976379-artistas-extremos-cuando-el-lugar-mas-recondito-y-exotico-es-inspirador
Categorías:Artistas
Deja una respuesta