No hay nada tan serio como la pasión, dice Oscar Wilde en la primera página del libro autobiográfico de Edgardo Giménez –fondo negro, letras fucsias y grandes–. Estridente, hilarante, profundamente apasionado, así es el libro y también su autor. En sus páginas se mezclan imágenes que están en su ADN, frases de cabecera, pequeñas fábulas de pueblo, grandes hazañas del arte pop, música litoraleña, divas y héroes del cine, y todo su arte. “Es el primer libro de arte antidepresivo. Es una demostración de cómo es pensar y vivir en positivo”, dice el artista. Carne valiente, edición del autor junto con Art Democracy, pesa tres kilos y tiene 400 páginas ilustración color y un CD con relatos en su propia voz y música que lo identifica.

Ph: Dafne Gentinetta/La Nación
De su mano han salido esculturas de monas bailarinas, secrétaire con cabeza de gato, la monumental Moria Casán de dos pisos de alto que inauguró el museo marplatense MAR, afiches de cientos de muestras de arte, pinturas metafísicas y casas a pura fantasía. Giménez es uno de los artistas clave del pop local, y lleva décadas creando desde la libertad y la alegría lo que se le antoja, en cualquier ámbito. Sin diplomas, pero con premios y reconocimientos, ha trabajado de arquitecto, diseñador de indumentaria y muebles, publicista, escenógrafo y artista visual en general. Autodidacta todo terreno.
El grueso volumen de su biografía está dedicado a Renné, su madre. Pero muchos pasajes recuerdan a sus tías Raquel y Rosa, que lo tenía por favorito. Su abuela, en cambio, era de temer. Ese coro de mujeres abrigó su niñez en la provincia de Santa Fe. “Tenían el talento de convertir cualquier tragedia en una comedia. Todo terminaba en risas”, recuerda. También se crió al calor de las páginas de Patoruzito y Tarzán, las películas de Disney en el cine continuado, la observación directa de milagros naturales como sapos o cascarudos, siempre con los pantalones de planchado perfecto y el delantal blanco almidonado. Cuando su madre se enroló en las filas de los Testigos de Jehová, llegaron las películas que llevan lo sagrado al clímax de la espectacularidad hollywoodense: Los diez mandamientos, Sansón y Dalila, David y Goliat, El manto sagrado… Por eso, en las páginas de esta biografía iconográfica aparece un Moisés a dos páginas en la piel de Charlton Heston, lo mismo que otras divinidades del Olimpo visual de Giménez: Rita Hayworth, Elizabeth Taylor como Cleopatra guiñando un ojo, Mae West, Elvis Presley, Zsa Zsa Garbor y Federico Fellini, y escenas del musical Hair.
A los nueve años tuvo su primer trabajo: hizo un hormiguero atacando un rosal en la vidriera de una ferretería de Caballito, donde vivía entonces, para promocionar un pesticida. Comenzó luego, a los 14 años, a trabajar de cadete en una agencia de publicidad, donde pronto pasó al departamento de arte: dibujar era su pasión. Visitaba entonces las galerías de la calle Florida. En 1964 hizo su primera exposición individual en la Galería Riobóo. La locura del Di Tella impregnaba todo lo que hacía: su vestuario con bordados con monos, mariposas, palmeras y arco iris hasta sus esculturas de monos albinos o la mítica Casa Azul de Romero Brest en City Bell (su proyecto integró la muestra del MoMA Transformations in Modem Architecture, en 1978). También, incursionó en la escenografía en las películas de Héctor Olivera Psexoanálisis (de 1967, reconstruida en arteBA 2010, con Casán, sus plumas y todo), y Los neuróticos (1968, por el cual recibió en 1973 un premio de la Asociación de Cronistas Cinematográficos).
Giménez descolló en un género casi propio: el afiche de exposiciones de arte. Ernesto Schoo le dio el título de afichista de los intelectuales. El primero se lo encargó Antonio Seguí, y después no pudo parar. Hoy sigue produciendo afiches, folletos y almanaques, a golpe de collage y psicodelia. Sus cientos de anuncios callejeros –que era la forma en la que entonces se comunicaban las inauguraciones– le dieron cierta fama mundial. Integró la muestra Los afiches más bellos del mundo, exposición de la UNESCO en el Grand Palais de París, y en 1978 obtuvo el Primer Premio en el Festival Iberoamericano de la Publicidad. La Biblioteca del Congreso de Washington envió una carta a la Galería Lirolay para comprar un juego completo. “¡El primer sorprendido era yo!”, dice.
En 1963 fue precursor de las tiendas de diseño, tan de moda hoy. En la Oveja Boba, en Recoleta, vendía objetos propios y ajenos, y lo siguió haciendo años después en Fuera de Caja – Centro de Arte para consumir y en la Mordedura Tierna. Sus muebles siempre tienen algo de delirio: la cajonera con cabeza de gato, el escritorio sostenido por dos Tarzanes, la mesa de comedor en cruz, divanes que terminan en olas o la sirena para guardado. Son obra. La pintura pronto escapa del caballete y trepa por sus objetos, muebles, cuerpos, camionetas y casas. Con esos elementos realiza ambientaciones míticas como la del departamento de Federico Klemm, que parecía un set de televisión. Teatral siempre, fue Director de Arte del Teatro General San Martín y del Teatro Colón.
“Siempre creí en la posteridad con anterioridad”, escribe Giménez en una de sus máximas. Una vez, con Dalila Puzzovio y Carlos Squirru, proyectó y montó un gran cartel en la esquina de Florida y Viamonte, donde aplicó sus recursos del mundo publicitario a la promoción personal. Arriba del retrato de los tres artistas, el anuncio preguntaba: ¿Por qué son tan geniales? Llevó la difusión de la propia imagen al extremo del desparpajo. En 1973 repartía afiches con su retrato, posando como modelo con sus propios diseños, con una leyenda debajo: “Fijate bien, detrás de esta carita hay talento”. En otras fotos, se lo ve con flores detrás de la oreja en una fiesta hippie en el Central Park o con taparrabos galopando en el lomo de una pantera negra, en el afiche de su muestra Las panteras, en la Galería del Sol. En la magia de aquellos años pop podía pasar cualquier cosa. Los happenings de La siempre viva (que integraba junto con Marilú Marini, Alfredo Arias, Juan Stoppani, Charlie Squirru, Dalila Puzzovio y Miguel Ángel Rondano) incluían enanos, arenques podridos, parodias de comerciales de televisión y a Giménez disfrazado de gallina repartiendo al público cubitos de caldo.
Giménez podía invertir dinero en la producción de su obra porque ganaba muy bien en su trabajo como publicista. En ese terreno también se fue volviendo cada vez más hilarante: en un tiempo se le dio por hacer bocetos de 1.50 x 2 metros, y los clientes tenían que contratar fletes para ver sus propuestas de campaña. Lo hacían encantados, muchas veces.
Los premios, las retrospectivas, las muestras homenaje y los encargos no han cesado. Hoy el artista divide sus días entre su taller capitalino y su casa-taller en Punta Indio, donde tiene su refugio desde 1976. Lo acompañan en su jardín frondoso ciervos, zorros, liebres, víboras de varios tipos, patos, murciélagos y toda una parafernalia decorativa que él mismo se ha prodigado donde coinciden dioses griegos, leones y guirnaldas de luces. “Es imposible aburrirse en mi casa de Punta Indio”, afirma.
En ese paraje que queda a casi 150 kilómetros de la ciudad hay más proyectos arquitectónicos de su autoría: La casa colorada (1976), La casa amarilla (1982) y La casa blanca (1983). “Cuando llegué no había luz eléctrica. Iba por las noches a jugar a las cartas con una vecina que tenía un bar. Cuando volvía caminando solo esas doce cuadras, me parecía fantástico tener en mi bolsillo las llaves de mi casa en medio del campo, y dormir rodeado de vacas echadas que exhalaban vapor a la luz de la luna”, recuerda.
Giménez sonríe mucho y observa bastante. “Aprendo mucho de la gente que veo porque ¡hay gente maravillosa! Hay gente que se da cuenta de muchísimas cosas y hay gente que no sintoniza. ¡Yo sintonizo todo!”, dice y estalla en una carcajada. En su memoria hay una galería de personajes y pequeñas situaciones para el recuerdo: la señora de 99 años y diez meses que pide el postre rápido porque tiene poco tiempo, y muere antes de que se lo sirvan. La mujer de campo que le preguntan quién es el padre de su hijo en gestación y responde “creo que uno de camisa blanca”. La señora que descree de la llegada del hombre a la Luna: “¿Cómo van a mandar un cohete a la Luna desde Norteamérica, si la Luna está en Buenos Aires?”. El casero que discute con sus invitados de una manera horrible (“yo nunca hago apartheid en mi mesa”, aclara Giménez) y que cuando el anfitrión pide que no discuta de lo que no sabe, éste responde: “¡Yo discuto de lo que no sé; de lo que sé, ¿para qué voy a discutir?”. Giménez contagia esas ganas de reírse hasta que duela la panza.
“Todas esas ocurrencias no las olvido. Son creaciones… Me dan muchísima gracia”, dice el artista. Él mismo practica el arte de la salida ocurrente o la cita memorable. Una vez, Jorge Glusberg, el entonces director del Museo Nacional de Bellas Artes, le hacía una entrevista pública y para finalizar le pregunta qué era lo que más deseaba. “Le respondí: lo que más quiero es algún día poder decir esta frase de Olinda Bozán de la película La casa de los millones: ‘¡Qué me podés enseñar vos con la plata que yo tengo!’ Se quedó algo impactado”. Giménez era muy cercano al Romero Brest, alma mater del Instituto Di Tella, y un día lo ve preocupado preparando una conferencia. “Diga siempre la misma, ¡hasta que se la aprendan!”, le recomendó. “Lloraba de risa”.
–¿La vida siempre te sonríe?
–No siempre. Cuando llegaron los éxitos, la gente que me quería dejó de quererme, rápidamente. Por ejemplo, después de que integré la muestra de arquitectura en el MoMa, cuando me veían llegar se ponían de espaldas rápidamente para no saludarme. Yo no era arquitecto, ¿cómo iba a estar en una muestra tan importante de arquitectura y ellos no? Ya lo dijo Napoleón: la envidia es una declaración de inferioridad. Si vos sentís eso, algo te pasa a vos, ¡no al otro! Al otro le pasa como algo del destino que lo eligen, pero él no estuvo pidiendo de rodillas que lo elijan. La gente que piensa que en mi vida ha sido todo fácil está equivocadísima. Soy tan feliz con lo que hago que no logran amedrentarme ninguna de estas cosas. Yo soy como la Salomé de la pieza teatral de Miguel Ángel Rondano La Vera Historia De Salomé. Ella le dice a Juan el Bautista: “Cuanto más me insultas, más me excitas”. Vos te das cuenta de que lo tuyo vale mucho más cuando sentís rechazo que cuando sentís adhesión. ¡Por algo molesta tanto! Como dice Wilde: Cuando todo el mundo está de acuerdo conmigo, pienso en qué me equivoqué.
–¿Alguna deuda pendiente?
–Me gustaría por fin realizar un musical que una vez escribí basado en la cantora litoraleña Ramona Galarza. Una chica baja del micro de la Costera Criolla con 20 arpas paraguayas y canta Soy forastera del Iberá. Después aparece ella sentada en un anzuelo grande, con una coreografía de sábalos abajo, y canta Hoy no pica la carnada. Una cosa más disparatada que otra, pero muy graciosa. Una cosa provinciana con alta fantasía.
–¿Qué te gusta del arte de hoy?
–Es muy distinto al momento en que yo me inicié como artista. Había una especie de clima fuerte y coherente, el pop nacional. Y no lo digo yo: el crítico francés Pierre Restany había llegado como jurado de un concurso por una semana y se quedó tres meses. Quedó sorprendido de lo que ocurría culturalmente en el país. Mi bendición es haber iniciado mi carrera en ese momento. Ahora tengo la sensación de que está uno por un lado, y otro por el otro. Me gusta mucho la originalidad de Nicola Costantino, trabaja con seriedad. Lo suyo está muy bien hecho. No me gusta el arte chatarra. Eso no es vanguardia sino falta de talento. No me gusta la gente que rompe cosas todo el tiempo. Romper por romper nunca me pareció significativo. Si rompés que sea a cambio de algo. El arte político tampoco me interesó, porque todas esas cosas están mejor dichas por otros medios. Me parece que lo más genial que tiene el arte es que te hace descubrir nuevos universos para poder vivir mejor.
–¿Cuál es la misión del artista?
–Me gusta el artista que aporta algo para que la gente esté mejor y sea feliz. La felicidad y el humor son los dos grandes ausentes de este momento en el mundo. ¡Trabajemos para eso, antes de que la gente no sepa más qué significa ser feliz! Me gustan Woody Allen, Almodóvar o Fellini, que encaran situaciones dramáticas de la vida pero no con una mirada sombría y terrible, nefasta. Ellos ponen eso en escena y llegan a otros desenlaces… ¡Eso me gusta! Trabajar para hacer que la vida sea más grata es el deber de los artistas. Tampoco hay que cometer el error de que si aparece una nueva manera de ver, que puede llamarse vanguardia, entonces todo lo que se hace que no sea eso, no existe, no sirve. No es así. El camino del arte es uno solo, y hay distintas maneras de ver. Una manera no anula las otras porque las vanguardias son transitorias. Ser joven o ser viejo no es una condición de privilegio, sino qué viejo sos o qué joven sos. El valor no está dado por la edad que tengas sino que sos valioso por lo que generás. Romero murió a los más de 80 años y era deslumbrante. Venían de las revistas de rock a hacerle reportajes y los chicos salían fascinados de haber estado con él.
El libro se presentará el 17 de octubre en la Asociación de Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes. Son páginas de anécdotas, sueños, frases y toda su larga carrera de artista en imágenes. El CD empieza con mugidos, relinchos y cacareos, y termina con una canción de Manu Chao: tú no tienes la culpa, mi amor, que el mundo sean tan feo. Pero Giménez no parece sufrirlo: “El hecho de estar vivo me provoca siempre una gran conmoción de placer. Soy feliz. Estoy en paz”.
Publicado en La Nación Revista, 23/10/2016. Link: http://www.lanacion.com.ar/1948540-edgardo-gimenez-en-tres-kilos-de-arte-pop
Categorías:Artistas
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