Para un artista no hay nada mejor que otro artista. O al menos eso parece cuando se ve la cantidad de parejas que existen integradas por pintores, escultores, fotógrafos y afines, de todas las edades y de todos los estilos: Siquier y Strada, los Mondongo, Gómez Canle y Guerrieri, Ballesteros e Iriart, Vinci y Dogliotti, Gómez y Peralta, Canzio y Arnaiz, Erlich y Paiva, Aranovich y Gualdoni, Peisajovich y Dubner, de Sagastizábal y Banchero, Bastón Díaz e Isdatne, Doffo y Gibello, Kaplan y Dal Verme, por nombrar algunos. La excepción parece ser el caso de Marta Minujín, que lleva 50 años junto a Juan Gómez Sabaini, un economista de traje y corbata con el que se casó en secreto a los 16 años. La galerista Alejandra Perrotti logró reunir para una muestra en 2013 a 32 parejas de creadores de diferentes disciplinas y trayectorias. “Es maravilloso cómo se fusionan las imágenes y dialogan entre sí, se percibe la convivencia, la empatía y la vida en común”, dice. De Diego Rivera y Frida Kahlo a esta parte, las historias apasionadas, creativas o turbulentas han sido la regla. “La primera pareja de artistas argentinos de la que tengo recuerdo es la de Rogelio Yrurtia y Lía Correa Morales de Yrurtia. Él un gran escultor, ella pintora extraordinaria. Luego, me viene enseguida a la cabeza la pareja Raquel Forner y Alfredo Bigatti, también escultor y pintora”, dice Laura Malosetti Costa, doctora en Historia del Arte. Más acá en el tiempo, algunos casos de amor y de arte.
“Mi mamá y mi papá eran una pareja de pintores y tengo recuerdos desde los tres años de verlos trabajar en talleres contiguos”, recuerda Duilio Pierri. “Compartimos taller desde el día en que nos conocimos”, dice Maggie de Koenigsberg, 25 años después, su compañera en la pintura y de vida, con la que repitió la historia de sus padres, y con la que crió cuatro hijos (de matrimonios anteriores) dedicados a diferentes ramas del arte. Quizá por la vida compartida, o justamente porque son dos almas afines, la obra de cada uno está hermanada con la del otro en una misma paleta de colores. Tienen idéntico tono vibrante, aunque lo apliquen a diferentes temas. De vacaciones, pasan los días de la pintura a la lectura, matizando con largas charlas y caminatas. “Mis padres eran coleccionistas y galeristas, así que siempre se habló de arte en la familia de los dos. ¡Y eso es genial! Nos apasionamos, coincidimos y discutimos por un color, un paisaje o un estilo. Y todo lo que hacemos es en función al arte, los viajes, los proyectos, el futuro. Es muy lindo tener un compañero que comparta la pasión. Nos da mucha felicidad estar juntos”, dice Koenigsberg. “La experiencia de vivir y pintar juntos es muy positiva porque la pintura en general es un trabajo muy solitario. No solamente en el taller el tema de la pintura es continuo, sino que después seguimos discutiendo ideas porque Maggie es una lectora asidua de filosofía, poesía y estética, y yo soy más de inventar teorías”, reconoce Pierri.
Flavia Da Rin y Luis Terán viven en Chacarita, en la casa transformer: además de albergarlos, es taller, estudio de fotografía, oficina y hostel para amigos. Al caos creativo se suman ahora el revuelo por la llegada hace menos de un mes de Félix y el natural desorden de Roberta, de 4 años. Flavia trabaja en el living, entre juguetes, pañales y tachos de pintura por la reforma general del hogar, porque como buena madre cedió su estudio para el cuarto del bebé. “Trabajo en casa, me cuesta mucho separar la casa del taller. Necesito esa continuidad”, explica. Su nuevo cuarto propio será donde antes estaba el depósito de obra. “Como los buenos jugadores de fútbol, Flavia trabaja en una baldosa”, dice Terán, que, en cambio, tiene su taller en la galería Document Art. “Por suerte nos apoyamos mucho mutuamente y cuando unos de los dos necesita más tiempo para su obra el otro lo suple”, reconoce Da Rin. “Ser artista hoy es un trabajo free-lance igual que cualquier otro. Uno es su propio jefe y necesita tener perspectivas creativas todo el tiempo, asumiendo el riesgo de desacertar o de que a nadie le interese lo que estás haciendo”, dice Terán. Están juntos desde 2005, cuando cursaron la Beca Kuitca. Se escuchan, se acompañan y también saben cuando no opinar. “Cuando empezamos a salir, yo estaba perforando envases de cartón de productos de consumo del hogar (tetrabricks de leche, de tomate, polvo Odex). Con Flavia llegaron las compras de otros productos más cute, como galletitas japonesas o golosinas koreanas. Nuestras obras no se relacionan mucho. Cada uno está muy enfocado en lo suyo. Creo que recién en este último tiempo hay un mayor acercamiento desde lo formal, ya que los dos hicimos foco sobre las primeras influencias del modernismo”, dice Terán. Habla de la serie Brancusiana de Da Rin donde la presencia de Terán está puesta en primer plano: se fotografía a sí misma entre sus esculturas.
Alejandro Somaschini es artista plástico y Nina Kovalsky es fotógrafa, y su historia de amor es de película: “Estuvimos casados por Internet durante tres meses, y después nos conocimos. Un chico me puso hola por Facebook y yo morí de amor. Justo me fui al Caribe de vacaciones con mi hijo. Volvía corriendo de la playa para hablar con él en la habitación. Al regresar, él se fue tres meses a Río. Llegamos a estar 18 horas seguidas por Skype. Prendía la camarita y a mí me latía el corazón. Era amor. Nos íbamos a conocer en el aeropuerto, yo lo iba a ir a buscar, pero ¡nos peleamos! Le escribí que no podía dejar de pensar en él, y a dos días nos conocimos”, cuenta Nina. “No nos separamos nunca más. Ni un día”, dice Alejandro. Unieron sus apellidos y crearon Somasky, una línea de vajilla en forma de frutas y verduras que se vende como pan caliente en tiendas deco, galerías e Internet. Èl modela, ella esmalta. “Alejandro es muy habilidoso, y a mí me gusta la colorimetría”, dice Kovalsky. Vivían en Almagro, en un departamento mínimo donde ya no cabían con su vajilla, cámaras y obras. Llegó entonces a ellos una casita en Villa Urquiza que no buscaron ni soñaron mejor, con un jardín de cuentos: silvestre, frondoso, con dos talleres al fondo, y una galería donde trabajan en el proyecto en común. Duermen con las persianas altas para despertarse con la primera luz y salir a trabajar entre colibríes, olivos, mariposas, rosales, laureles, un zorzal que come de la mano, una familia de sapos, la gata Farah, olor a menta y jazmines. “Estamos felices”, cuentan. Cuando no trabajan juntos, se convierten en asistentes: él sirve café en los talleres de foto que dicta Nina, y ella es montajista, agente de prensa o lo que Alejandro necesite.
Leo Chiachio y Daniel Giannone no tienen obras individuales. Cuando se conocieron pintaban, cada uno en su taller. Pero ya no firman obras por separado. Todo lo que hacen es de a dos y lo firma un solo artista: Chiachio&Giannone. Son todos autorretratos de la pareja, en los que no faltan sus perros salchicha Piolín y Chicha, bordados en su mayoría. Cada obra es un manifiesto que apuesta a ese amor, porque en cada paño quedan atrapados con aguja e hilo las horas compartidas, las charlas, los silencios, la vida que transcurrió mientras estaban sentados en su gran mesa de labores. Dos años pasaron bordando La famille dans la joyeuse verdure, con la que ganaron el Gran Premio de la Ciudad de la Tapicería, Aubusson, en Francia. “Descubrimos que nos encantaba trabajar juntos, y que el bordado era la técnica o lenguaje que nos unía”, cuenta Daniel, sin levantar la vista del bastidor. Charlar y bordar es en esta casa una y la misma cosa. “Nuestra primera obra juntos se llama Hechizo y se exhibió en 2003 en Estudio Abierto, en Harrods”, recuerdan. “Nos decían que no era bueno que estuviéramos tan unidos, que podía haber celos profesionales, que qué iba a pasar si nos separábamos… Pero después de trece años, seguimos trabajando juntos, de manera comunitaria, con espíritu de colaboración. No podemos pensar nuestra vida es ésta y nuestra obra es esto otro. Es lo mismo”, dice Leo. “Somos una pareja en la vida y en el arte. El taller toma toda la casa, porque todo el tiempo nos encanta estar juntos haciendo cosas que tienen que ver como el arte”, dice Daniel. Se divierten viendo cómo en sus retratos van cambiando de apariencia. “Los pelos llevan cada vez más hilo gris”, se ríen.
Pasó mucha agua debajo del puente, también, para una pintora y un escultor. Corrían los 70 en Bellas Artes cuando Enrique Savio y Graciela Ieger frecuentaban las aulas, él como docente, ella como alumna. “La relación se fue dando naturalmente, vivíamos el presente y estábamos muy bien juntos. Éramos hippies. Creo que ni soñábamos que aún hoy, 42 años después, seguiríamos juntos”, dice Graciela. Tienen dos hijas que se han criado entre pinceles y cinceles, y como todo se lo toman con calma, hay 20 años entre cada una. Tienen 41 y 21 años, y un nieto de 2 años. Encontraron la fórmula de la felicidad en una casa de terreno alargado: al frente está el taller de Graciela, en el medio está la casa y el jardín, y al fondo está el taller de Enrique. “Cada uno tiene su espacio, y es genial porque podemos trabajar cuando se nos antoja caminando unos metros. Levantarnos de noche para mirar una obra. Pero nos cuesta cortar, es vida y arte en tiempo continuo”, dice Graciela. “Podemos disentir en un montón de cosas, pero nos detenemos en los museos frente a las mismas obras, coincidimos absolutamente en lo que se refiere al arte. Y somos incondicionales cuando uno u otro tiene un proyecto importante o una exposición”, cuenta.
Será causa o consecuencia que Pablo La Padula y Silvana Muscio se parezcan físicamente y en la particular mezcla de ser científicos y artistas, y que a los dos los fascine un mismo tema: el humo. “Entramos a la facultad el mismo año, yo a estudiar Ciencias Físicas, él Ciencias Biológicas. Pero no nos conocimos ahí”, dice Muscio. Se conocieron hace 14 años, cuando Silvana acompañó a una amiga a ver una muestra y no sabe por qué, por única vez en su vida, compró un ramo de flores para un artista desconocido. “Se me ocurrió que el chico que inauguraba ese sábado de noviembre tenía que estar muy contento. Le llevé jazmines. En ArtexArte había muchos fotógrafos amigos, y me quedé charlando hasta que a las dos horas me presentan a Pablo. Y le di las flores. Esa noche fuimos a bailar. El me acarició una mano y yo me quedé dormida”, recuerda Silvana. “Y ahora tenemos una hija de ocho años”, resume Pablo. Comparten el taller, en horarios diferentes. Pero el lugar que más los une es La Franca, una casa en el Delta del Tigre, donde se encuentran los tres, en la naturaleza, desconectados del mundo, y donde Pablo es defensor de todos los insectos. “Yo noto cierta sincronía entre nuestras obras”, dice Pablo. Ella saca fotos protagonizadas por juegos de luz a través de humo. Él realiza composiciones geométricas con tizne: dibuja con el rastro que dejan las velas. En la ciudad, divide su tiempo entre el taller y su laboratorio donde becado por el Conicet investiga cómo los seres vivos se adaptan a la falta de oxígeno (¿el humo?): la misma poética de la obra de los dos. “No podría hacer ninguna de las dos cosas sin la otra”, dice sobre sus dos delantales, el blanco y el manchado. Nadie lo entiende mejor que Silvana.
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