El bailarín principal del American Ballet Theatre, distinguido con el Benois de la Danse, sueña con bailar en el Teatro Colón
Herman Cornejo es uno de los mejores bailarines clásicos del mundo. Eso es lo que significa ser distinguido con el Benois de la Danse, el premio que reparte el jurado más prestigioso de la danza en el Teatro Bolshoi, de Moscú, y que Cornejo acaba de ganar. En los Oscar de la danza las nominaciones son por determinado papel. Estaba ternado por cinco. «Amo lo que hago, y el resultado es fruto de la pasión que uno tiene. Uno no trabaja para los premios, pero cuando se reciben es un aliciente», dice.
A los 33 años, es bailarín principal del American Ballet Theatre (ABT), una de las más encumbradas compañías del mundo, donde brillaron Julio Bocca y Paloma Herrera. Con Herrera nunca fueron pareja de baile por diferencias de altura. Cornejo no es alto, tampoco Baryshnikov y Nuréyev. The New York Times y The New Yorker han dedicado páginas a cuestionar el dogma de los príncipes altos. Ni rubio ni alto. Latin lover: cultiva el look del buen salvaje, melena oscura y desordenada, tez oliva. Es una masa de músculos que parece de hierro, pero que en las tablas se vuelve pluma. Vuela, salta, gira, se arquea, se estira… Corta el aliento. Se lo compara con los dos popes rusos por la precisión de su técnica, la majestuosidad de sus saltos, la limpieza de sus piruetas, por su maestría. Rompe la ley de la gravedad. Las críticas no saben ya cómo alabarlo. Le han llegado a decir que lo que hace es un milagro. Sin embargo sufrió cierto bullying: «Mi director ama los bailarines altos porque él lo fue. Al llegar con 1,70 metros fue difícil convencerlo de que podía ser un bailarín principal y llevar un ballet completo en mis espaldas». Lo logró.
Nacido en San Luis, tampoco fue sencillo convertirse en esta máquina de bailar con alma y corazón. Un padre militar le ofrecía llevarlo a karate, fútbol o natación, pero él eligió patín artístico a los ocho años. A esa edad hay gente que ya tiene clara su vocación. Unos pocos. No importaba levantarse a las 4 de la mañana para viajar desde José C. Paz hasta el Colón. «El que decide bailar a los ocho años es porque realmente lo quiere hacer para toda la vida. Tuve suerte de estar en una escuela donde mis compañeros nunca se burlaron de mí y mis padres me apoyaron muchísimo», reconoce. A los 14 ingresó en la compañía de Julio Bocca. En Moscú, a los 16, se convirtió en el ganador más joven de la medalla de oro del Concurso Internacional de Danza de Moscú. La edad mínima es de 17 años, pero a pedido de Bocca fue aceptado. «Él sentía que yo podía competir con los más grandes. Yo nunca lo hubiera pensado», dice. Y no sólo ganó el oro: la medalla de plata quedó vacante. Tan lejos estaba Cornejo de los demás competidores. A los 18 comenzó a integrar el cuerpo de baile del ABT. Un año después era solista y, desde 2003, es bailarín principal.

A los 11 años tuvo su primera novia bailarina, Luciana Barrirero. Estuvo casado con otra gran figura, la española Carmen Corella. La mujer más presente en su carrera es su hermana Erica, esa que él admiraba y por quien empezó a bailar, compañera inseparable en el Colón, la compañía de Bocca y la mudanza a Nueva York. Ahora es bailarina principal del Boston Ballet, lo mismo que su marido, Carlos Molina, y es madre de un bebe.
Cornejo vive en un departamento de dos ambientes y grandes ventanales. «Acá recobro energías. Me encanta dormir», dice. Tiene clases a la mañana y a la tarde en los estudios del Bajo Manhattan. En el medio corre hasta su hogar, que está más cerca del Metropolitan Opera, su otra base. Cuando tiene días libres viaja con galas por el mundo con proyectos privados. Labra su fortuna. En los últimos dos meses ha volado 90 horas, haciendo pie en Nueva York, Buenos Aires, Australia y Londres. «Repercute en el físico más que el baile. Porque el baile es un disfrute, y viajar una pesadilla», dice. El miércoles próximo volverá al país con la obra Chéri, donde baila y actúa junto con la estrella italiana Alessandra Ferri y Norma Aleandro, en una pieza de Martha Clarke.
Aunque ha ganado todos los premios le falta quizás el más significativo: bailar en el escenario de la que fue su casa y su escuela, el Teatro Colón. «No he sido invitado, lo que se puede definir como una vergüenza nacional. Pero le pasa a mis compañeros también. Te llaman de compañías de todo el mundo, pero no de tu propio país. Duele un poco. No pierdo las esperanzas. Es un sueño a realizar.» Mientras, sigue con lo suyo. «Un artista es como un pintor, sigue pintando. Un bailarín sigue bailando. Mi próximo reto es mi próximo espectáculo, siempre.» Afuera lo espera siempre el club de fans y los autógrafos. El público japonés se excede. «Es imposible salir. Ponen una mesa con vallas y pasás una hora firmando autógrafos», cuenta.
Hace un tiempo encontró una nueva pasión: el dibujo. «Me desconecta. Congela el tiempo, no pienso en el futuro.» Es que Cornejo no cuenta los días para retirarse y comer lasañas (como tanto se escuchó desear a Bocca). Come comida chatarra y no engorda. Sale a comer afuera todas las noches. Jamás cocina. Nada de verduras. Pide carne cinco veces por semana a un restaurante cubano. Aunque llegó sin saber inglés, después de 16 años no necesita más subtítulos cuando mira películas. Su meta es hacer deporte. Ama el fútbol, pero no sufre, porque él elige dónde estar. «El arte es paz», dice. Y parece que él la tiene.
Categorías:Cultura y sociedad
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