Maquinistas de las nubes

 

La dura tarea sobre trenes de carga a 4200 metros de altura

 SALTA (Especial).– El recorrido turístico del Tren de las Nubes es de 217 kilómetros, hasta el famoso viaducto La Polvorilla.
Pero las vías de ese ramal, el C-14, van mucho más allá. El tren de carga General Belgrano sigue ese camino, cruza la Cordillera y llega al océano Pacífico tras andar 322 kilómetros. Trepa montañas de 4200 metros, cruza diecinueve túneles, veintinueve puentes, nueve cobertizos, trece viaductos (puentes de hierro sin barandas), unas cuantas alcantarillas, dos rulos y hace dos zigzagues para ganar altura, a través de paisajes que van cambiando de colores: yungas bien verdes, quebradas repletas de cardones, y, más arriba, la puna, poblada de llamas y sobrevolada por aves rapaces. Luego de 140 horas de viaje, los cuatro maquinistas que lo tripulan regresan a sus casas, casi siempre cargados de historias.Parten de Salta con once vagones de carga, una locomotora diesel que avanza a menos de 35 kilómetros por hora y un vagón vivienda donde duermen por turnos y se juntan a comer lo que alguno cocina en el horno a leña que está siempre encendido. Recorren veintiún estaciones. Algunas están cerradas. En otras los esperan ansiosos, porque reparten cartas y encomiendas. O porque son la única visita que reciben los minúsculos poblados precordilleranos. En el camino, les hacen dedo dos mujeres con una docena de chicos y el tren las acerca diez kilómetros desde la escuela hasta sus casas. “Es nuestra función social”, se excusan. Y también están los que trabajan en el tren, pero desde abajo: tripulantes de la zorra de mantenimiento, guardas de estación o auxiliares que operan los cambios de vía, todos de saludo obligado.

Tocar las estrellas

“Los mejores conductores son los de Salta, porque ésta es la vía más peligrosa del país”, dice Aldo Alaniz, que hace casi veinte años que conduce atento en ese camino; una sola piedra, un poco de pasto crecido, barro o lluvia pueden hacer que el tren se descarrile y caiga al vacío. “El traslado desde Buenos Aires fue lo más hermoso que me pasó. De noche parece que uno puede agarrar estrellas con sólo estirar las manos”, dice este padre de seis hijos, para el que también significa una gran responsabilidad transportar cargas millonarias en minerales o cientos de vidas cuando maneja el turístico.

“Una vez, cuando el carguero era mixto y llevaba dos vagones con pasajeros, se cayó una mujer del tren. Por suerte, no le pasó nada porque era gordita y aterrizó en la nieve. Pero nos pegamos un susto…”, comenta Alaniz. Juan Carlos Ugarte opera el navegador satelital y lleva los peligros del ramal grabados en la piel: su frente está zurcida como un colchón, luego de que un alambre rebelde se la abrió de lado a lado y tuvo que esperar más de catorce horas hasta dar con el médico más próximo. Otra cicatriz elocuente habla de aquel día terrible en el que el tren se quedó sin frenos y él se arrojó a 70 kilómetros por hora, en una crisis de pánico por la proximidad de una curva que creyó que la máquina iba a pasar de largo. Afortunadamente para el otro conductor, una inundación de un metro de agua en el terraplén de la siguiente estación evitó la catástrofe, pero Ugarte ya tenía por su arrojo un par de costillas rotas y secuelas cutáneas.

“No sé si podría trabajar en otra cosa”, reflexiona Carlos Fayoni, que conduce locomotoras desde hace 27 años, pero nunca quiso aprender a manejar autos. Como casi todos sus compañeros, es hijo, nieto, sobrino y hermano de ferroviarios. Ahora también es abuelo orgulloso de un fanático de los trenes de dos años, que lo visita en los talleres para que lo suba a la locomotora y lo deje tocar la bocina.

El viaje es largo. Esteban Bautista combate el frío y el cansancio con mates y charlas, pero no saca la vista de los rieles. El camino, diseñado por Ricardo Fontaine Maury a principios del siglo XX e inaugurado en 1972, es el tercero en altura en el mundo. No es para menos.

María Paula Zacharías

Hombres y estaciones

Al tren no sólo lo hacen caminar los maquinistas. Otros no menos sacrificados trabajadores habitan puntos perdidos del recorrido para asistirlo en su andar. Quizás el más heroico sea don Daritolay, un hombre mayor de San Antonio de los Cobres que en invierno, cuando la temperatura baja a 20 grados bajo cero, recorre varios kilómetros en bicicleta con pico y pala al hombro hasta los túneles más cercanos para sacar la nieve y el barro que suelen obstruirlos. El túnel doce es uno de los que más trabajo le dan, porque tiene 500 metros de largo. Pero no todo es cosa de hombres. La estación Diego de Almagro, en el kilómetro 1263, está cerrada, pero Graciela Grazo tiene la llaves para atender el teléfono que por medio de hilos comunica las estaciones. “Maneja el aparato mejor que nosotros”, confiesan los conductores. Humberto Carpanchay es uno de los tantos guardas de estación. Se queda 21 días en Salar de los Pocitos, habitado por 30 familias, para volver siete a su casa. “Ahora todo es mucho más triste. No hay tanto movimiento porque bajó mucho el nivel de carga por falta de locomotoras”, explica. Mata el tiempo con lecturas varias y de 19 a 0 el pueblo tiene luz y puede ver por medio de la antena comunitaria un poco de televisión, sólo por Canal 7.

Publicada por La Nación, Ultima Página, 25 de marzo de 2003. Fotos: María Paula Zacharías.


Categorías:De provincias, Viajes

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