Lobo Velar, un cubista del siglo XXI que pinta con fotos

 Lobo Velar empezó como fotógrafo de moda, pero con el tiempo se dedicó a crear cuadros a partir de sus imágenes y se convirtió en un artista inclasificable

Entre las vías del ferrocarril Mitre y la villa 31 hay una zona de grandes galpones, calles de tierra, perros sueltos y camiones que entran y salen. Y hay un edificio de oficinas, oscuro y silencioso, que parece abandonado. Adentro, en un laberinto de pasillos decadentes, se adivinan detrás de las puertas estudios de músicos, fotógrafos y diseñadores: maniquíes a medio vestir, un mural en proceso y una banda en pleno ensayo. Ahí trabaja Lobo Velar, un artista con cierto aire de fauno rubio y de muy difícil clasificación: pinta con fotos, hace collages de fotografía o fotografías que se descomponen en otras tantas.

loboFoto: Martín Lucesole

Velar tiene una trayectoria como fotógrafo de moda. Y eso explica el estampado de su delantal blanco, un inconfundible Martín Churba, suvenir de su trabajo en las campañas de Tramando. En este cuarto de paredes desconchadas, revoque desmembrado y vigas a la vista, el sol se cuela entra las ramas de un sauce, hay libros de historia del arte y de fotografía, una bicicleta retro, dos sillas desparejas y papelitos recortados por el suelo. Sólo su mamá le dice Carlitos. Para el resto del mundo es Lobo, desde los 10 años, cuando su cuerpo se llenó de pelos.

«De una escena saco la cantidad de fotos que necesite para el cuadro que quiera completar. Me muevo para encontrar distintos puntos de vista. Trabajo con películas de 35 milímetros y armo bocetos con los contactos. Después hago copias de diferentes tamaños, y genero distintas profundidades, falseo las perspectivas. Me gusta manipular la imagen», explica. Descompone una situación y la fragmenta, e incorpora pintura. Un árbol en la plaza San Martín; se hermana con otro de plaza Alemania. «Recreo situaciones de la fantasía», dice. Cada foto ocupa el lugar de un pixel en la imagen más grande. Hay partes en foco y fuera de foco, y distintas temperaturas color. Imita la manipulación digital, pero con papel, tijera y Plasticola. Un chiste al Photoshop. Su novia es una vieja cámara réflex Nikon. Con la Hasselblad, formato medio, hace fotos experimentales, geometrías bahusianas y documenta su vida privada. «Me sorprendo más con un error interesante que con una toma correcta» -dice-. «Tampoco soy reacio al digital, son herramientas. Uso las dos por igual.»

Todo empieza en los cuadernos de bocetos de hojas gruesas donde recorta y pega fotos en el tamaño de un negativo (3.5 x 5 cm), las pinta, dibuja, anota ideas. Con el plan trazado manda a copiar fotos en los tamaños necesarios. Para inspirarse viaja a Santo Domingo, pueblo de dos cuadras a 250 km por la ruta 2, 20 km tierra adentro, en la provincia de Buenos Aires. No sale sin su cámara. Tiene series de mesas, paisajes, plantas azules que componen un patrón imperfecto, hecho de cientos de papelitos. Llegó a esta técnica porque antes la foto papel le resultaba tan delicada que no quería sacarla de su caja. Iba del laboratorio al taller de marcos. Le restó solemnidad al asunto con este destrato de pegotearlas. Redujo cada foto a ser una parte de un todo que sólo su mano puede unir. Con una capa de acrílico fija el collage final. Después hace una fotografía de la imagen final para que le quede un registro de su obra.

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Velar empezó como muchos: pidiéndole al padre la cámara prestada en los viajes. «Me encantaba el equipo, las lentes, sus ruidos. Me fascinaba el aparato», dice. Un día compró rollos y un manual, y empezó a usar la vieja cámara rota que dormía en un cajón. «Todo salía violentamente fuera de foco», recuerda. Logró arreglarla. Entonces era cadete y andaba por la ciudad con su cámara al hombro, descubriendo la ciudad. «A partir de ahí supe claramente que yo quería hacer eso.»

Estudió comunicación y dirección de arte publicitaria, pero estaba decidido a ser fotógrafo. Tenía 18 años y una vocación. En Atlántida, un editor gruñón lo mandó a estudiar. Le hizo caso y se anotó en un curso con Alfredo Willimburgh. Pero donde más aprendió fue trabajando como asistente de Facundo de Zuviría. El primer día le hizo una lista: «¿Lo conocés a Cartier-Bresson? ¿Lo conocés a Robert Frank? ¿Lo conocés a Richard Avedon? Acá está mi biblioteca, te recomiendo que cada momento que tengas libre te pongas a estudiar. Aprendé a reconocer a cada uno por su estilo. No pares de mirar nunca», recuerda que le dijo. Trabajó tres años con él y además de un gran amigo, reconoce que es su sensei. Su otro mentor y compañero fue Fabián Laghi, con quien trabajó 4 años. Un día dejó de trabajar como asistente. Dejó las comodidades y se instaló en un monoambiente con su cámara, algunos cuadros, sin computadora ni página Web. «Mis fotos en moda resultaban muy modernas. Pero fui encontrando mi hueco», cuenta.

Sigue haciendo producciones de moda y publicidad, pero cada vez menos. Desde 2006, el arte ocupa más espacio mental y físico. «La mochila de no hacer lo que quería hacer empezó a pesar demasiado», explica. En los concursos de artes visuales le cuesta decidir en qué categoría participar: ¿fotografía?, ¿pintura? Una de sus últimas presentaciones fue en la versión local de Trip To The Modern Frontier, el tren convertido en laboratorio de arte de la marca Levi’s que partió de Constitución hacia el encuentro de diseño TRImarchiDG, en Mar del Plata.

Entre sus referentes están tanto el artista  David Hockney como Matisse y Picasso. Es un cubista del siglo XXI. En su universo, cualquier pedacito puede volverse parte de un cuadro.

http://www.lanacion.com.ar/1652927-de-la-lente-al-collage

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Imágenes del taller de Lobo Velar (M.P.Z)

Por María Paula Zacharías  | Para LA NACION

Domingo 05 de enero de 2014 | Publicado en edición impresa La Nación Revista


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